José
María Martínez Frías
Universidad
de Salamanca
Boletín del Seminario de Estudios de Arte y
Arqueología
2001
“LA
FUNDACIÓN DEL CONVENTO DE SANTA ÚRSULA DE SALAMANCA”
***
Entre los numerosos conventos que configuran la
fisonomía urbana de Salamanca sobresale el popularmente denominado de “las
Úrsulas”, de monjas terciarias franciscanas.
Casi todos los autores mantienen que el convento de
las Úrsulas fue fundado por don Alonso de Fonseca II y Acevedo (+1512)
—arzobispo de Santiago de Compostela y, tras su renuncia a este arzobispado en
1506, Patriarca de Alejandría—, con el fin de que la iglesia del mismo
acogiera su tumba.
Como soporte documental de tal afirmación suele
citarse, entre otras fuentes, el testamento del arzobispo de Toledo don Alonso
de Fonseca III (+1534), hijo del anterior y de doña María de Ulloa, otorgado
en Alcalá de Henares el 23 de diciembre de 1531. Allí, en una de sus
claúsulas, se especifica que “...el patriarca mi señor, que sea en gloria,
syendo prelado de la santa yglesia de Santiago hizo e mandó hedificar y
construir de nuevo la dicha casa e monasterio de Nuestra Señora de la
Anunçiaçion, que es de la terçera orden de Sant Francisco de la observancia e
la dotó de alguna renta e patrimonio que la casa agora tiene para su
sustentaçion... e procuró con nuestro mui santo padre que el dicho monasterio
y casa e religiosas de él quedasen so la obediencia, protección e
administraçion de los señores arçobispos de Santiago...”.
***
Sin embargo, la bula de confirmación de la
erección del monasterio fue otorgada por el papa Sixto IV el 6 de octubre de
1480.
En ella se nos dice que fue doña Sancha Maldonado,
tía del arzobispo Fonseca, quien “encendida por el fervor de su devoción, y
deseando intercambiar lo terreno en celestial y lo transitorio en eterno, con
un trato favorable”, fundó y dotó con sus bienes el monasterio de Santa
Úrsula para Hermanas de la Tercera Orden de San Francisco, con la autorización
del entonces visitador general de la misma.
El edificio, según se indica, se alzó “junto a la
casa de la orden de los Hermanos Menores de San Francisco”.
Asimismo, y para justificar la confirmación
apostólica, se especifica que doña Sancha Maldonado había acogido en la casa
alrededor de treinta hermanas y que todas ellas vivían “loable y piadosamente,
y, en el futuro, si Dios lo quiere, pretenden vivir en común y además en
pobreza, castidad y obediencia, bajo la dirección del antes mencionado
visitador general de la Tercera Orden, de la misma manera que las hermanas de
otros monasterios de la misma Orden acostumbran a vivir”. El pontífice
accedió a la petición de doña Sancha, pero añadiendo algunas disposiciones,
como la de que, en el monasterio, no podían ser acogidas sino las que fuesen
vírgenes, “a no ser que apremiase una gran necesidad o por provecho”, y siempre
con la aprobación del visitador de la Orden.
Por último, se ordena que “el susodicho monasterio
sea llamado en lo sucesivo no de Santa Úrsula sino de la Anunciación de Santa
María Virgen”.
Así pues, está claro que, por octubre de 1480,
existía ya el monasterio, fundado y erigido por doña Sancha Maldonado, puesto
bajo la advocación de Santa Úrsula.
Y si en la mentada fecha se produce la
confirmación papal del mismo ¿cuándo se inició su construcción?
Probablemente en una fecha avanzada de la década
de 1460-1470.
Hay constancia documental de su existencia en enero
de 1471, momento en que Juana Martín hace donación de todos sus bienes para
que su hija, María Fernández, entre como religiosa en el monasterio “de las
freilas de la Orden de San Francisco... zerca de San Francisco”.
Mas prácticamente nada sabemos sobre este
edificio, pues no se conservan restos de él en el actual, a no ser los
pertenecientes a una armadura de madera que ahora permanece oculta por la
actual bóveda de la sala capitular.
De la fundadora, doña Sancha Maldonado, poco más
podemos decir, sino que fue tía del arzobispo Fonseca e hija de don Pedro
Maldonado y doña Aldonza Acevedo. Nada sabemos, sin embargo, sobre su
condición (soltera o viuda). Pero sí que parece claro que fueron motivos
piadosos los que la impulsaron a la fundación del convento. Ahora bien, no hay
que descartar que doña Sancha viera también en ello el modo ideal de emplear
sus recursos en un edificio en el que iba a ingresar y en el que fácilmente
podía llegar a ocupar el cargo de abadesa —como así llegó a suceder— y,
desde esa posición respetada, poder controlar su propia fundación.
Desconocemos asimismo el motivo de la elección de
Santa Úrsula como titular del convento. Posiblemente influyera en ello la gran
popularidad que esta santa gozó en el mundo bajomedieval, sobre todo en el
siglo XV, sin descartar tampoco el hecho de que doña Sancha se sintiera
especialmente atraída por la personalidad de Úrsula, bien reflejada en la Leyenda
Dorada de Santiago de la Vorágine.
Pero, en todo caso, la fundación del convento
constituye un nuevo testimonio de la amplia labor constructiva desplegada por
el linaje de los Maldonado en Salamanca.
Tampoco podemos dejar de significar que, en una
sociedad misógina como la medieval, fuera una mujer la promotora de esta
fundación, convirtiéndose así en un ejemplo más de los que avalan la
importancia alcanzada por la intervención femenina en la gestación de
creaciones arquitectónicas, generalmente ligadas al deseo de velar por su
futuro espiritual. Es cierto que, al igual que en este caso, se trata siempre
de mujeres ligadas a los principales y más antiguos linajes nobiliarios, que
solían contar con tres firmes apoyos: posición privilegiada, capacidad
económica y educación.
Asimismo es de resaltar que con este edificio se
acrecienta la importancia de la arquitectura conventual destinada a comunidades
femeninas en la Salamanca del siglo XV, y cuyo desarrollo se nos ofrece
estrechamente ligado a la presencia en la misma de las Órdenes Mendicantes.
Debido a su prestigio espiritual, dichas Órdenes ejercieron una influencia
considerable en la sociedad bajomedieval al convertirse en su guía moral.
Con la fundación de doña Sancha se confirma
igualmente el hecho de que fueron mujeres de la nobleza las que facilitaron el
desarrollo de los conventos de las citadas Órdenes en la ciudad.
Recordemos, en este sentido, que fue otra dama de
ese mismo linaje, doña Juana Rodríguez de Maldonado, viuda del contador mayor
de Castilla, quien, en 1419, cedió sus casas para la fundación del convento
de Santa María de las Dueñas, de monjas dominicas, y que igualmente fue otra
mujer, doña Inés Suárez de Solís, la encargada de dar entidad
arquitectónica a la fundación que el obispo don Sancho de Castilla había
hecho en 1438 ó 1440, para religiosas de la Tercera Orden de San Francisco,
bajo la advocación de Santa Isabel.
El monasterio tomó la advocación de Santa Úrsula,
título que mantuvo hasta 1480, momento en que lo cambió por el de la
Anunciación de Santa María Virgen, según lo establecía la bula de Sixto IV.
No es extraño que este pontífice actuara así, pues, además de como
protector de los franciscanos, se distinguió como promotor del culto a la
Virgen. Sin embargo, son muchos los documentos que, con posterioridad a esta
fecha, siguen utilizando el título de Santa Úrsula. Incluso hoy en día a
estas religiosas se las conoce con el nombre de “las Úrsulas”.
***
El edificio erigido por doña Sancha Maldonado era
pequeño, por lo que pronto surgió el deseo de reformarlo y ampliarlo, de
acuerdo con las nuevas necesidades surgidas en una comunidad ya bien implantada
y en creciente expansión.
Y tal proyecto contó pronto con un importante valedor
dispuesto a llevarlo a cabo, don Alonso de Fonseca II y Acevedo, fiel devoto de
la Orden franciscana, y en cuya iglesia pensaba establecer su ámbito
funerario.
La familia de los arzobispos Fonseca de Santiago
pertenecía a la alta nobleza, ya que, a pesar de su pertenencia a un linaje de
tipo medio y de ámbito local, sus cargos episcopales y la influencia que
adquirieron a través de ellos les situó en el primer plano de la actividad
nacional. Pero nunca olvidaron su origen salmantino y que en estas tierras
tenían una buena parte de su hacienda.
Las intenciones de don Alonso Fonseca quedan bien
reflejadas en el breve de Alejandro VI, “Ea quae”, promulgado en Roma, a
petición del citado arzobispo, el 27 de agosto de 1493. En él se nos dice que
“la Abadesa y la comunidad del monasterio, que desde hace tiempo han pensado
previsoramente que la dicha casa era tan reducida que no tenía el aspecto de
una casa de Monjas o Hermanas, y que no podían habitar en ella”.
El documento precisa que “el Arzobispo mismo, que
profesaba un especial afecto de devoción a la Tercera Orden de San Francisco,
había comprado algunos edificios para la ampliación de la dicha casa con su
propio dinero, los cuales no estaban concluidos, y el Arzobispo se había
propuesto y había prometido concluir y ampliar incluso con un gasto costoso, y
dotar a la misma casa... puesto que, en el caso de que tales edificios
permanecieran inconclusos, a causa de la pobreza de las rentas de la dicha casa
y por el número de hermanas que en ella vivían (que había crecido), les era
imposible terminarlos y no podían quedarse en la dicha casa tan reducida y era
preciso dejarla.
Tomada de antemano una madura deliberación, con el
expreso consentimiento del entonces superior de ellas, reunido éste además a
capítulo, donaron y cedieron el solar de la dicha casa al mismo Arzobispo, sin
reservas y libremente para disponer como de casa propia; y el mismo Arzobispo,
recibiendo la donación de este modo, el solar de la susodicha casa donó
cortésmente a la misma Abadesa y Comunidad para siempre, pensando terminar los
dichos edificios comenzados e incluso ampliarlos, y acrecentar los bienes de la
dicha casa...”
Muchos de los hechos aquí expuestos están
formulados en pasado, de lo que se deduce que el Arzobispo Fonseca había
emprendido ya estas acciones con anterioridad a 1493, año del documento
pontificio.
Y ¿cuándo pudieron decidir don Alfonso —arzobispo
de Santiago desde 1461— y la abadesa y comunidad del convento de la
Anunciación de Santa María la reconstrucción y ampliación del mismo? No
podemos determinar la fecha con exactitud, aunque todo parece indicar que fue
poco antes de 1486, año en que se registra la más antigua noticia documental
subsistente sobre el proyecto de don Alonso Fonseca. Por ella sabemos que, por
entonces, ya se había iniciado la reconstrucción del edificio y que, debido a
la magnificencia del proyecto, se opuso tenazmente a su realización, por
considerarlo ajeno a la sobriedad y austeridad de la Orden, el P. Jaime de
Atienza, maestro en Teología, doctor en la Universidad de Salamanca y
provincial de la de Santiago.
Estamos, en definitiva, ante un nuevo caso en que
surgen problemas y enfrentamientos internos, derivados del contrasentido que
suponía la declarada pobreza franciscana con la monumentalidad del edificio
proyectado, antinomia que se dio con frecuencia en la época que nos ocupa —tan
lejana ya de los tiempos fundacionales de la Orden—, al hilo de una sociedad en
la que la belleza procede también de la riqueza, y en la que la ostentación
era un signo externo de clase y de condición superior.
Pero el P. Atienza falleció en 1486, sucediéndole
en el cargo al año siguiente el R. Juan Tamarit, del que se dice que fue un
prudente y discreto gobernante, y que rechazó la jurisdicción sobre dicho
monasterio, quedando así bajo la de los obispos compostelanos, que es lo que,
en puridad, perseguía don Alonso de Fonseca.
La posesión de la mitra de Santiago —a cuya
archidiócesis pertenecía entonces Salamanca, porque la de Valladolid aún no
se había creado— le daba a don Alonso de Fonseca cierto poder supervisor sobre
la sede salmantina. Esto hizo que visitara constantemente la ciudad —tenía
casa junto a la parroquia de San Benito—, lesionando al parecer intereses
episcopales y nobiliarios, que dieron lugar a numerosas tensiones,
especialmente a partir de la última década del siglo XV.
El monasterio de Santa Úrsula siguió en su
evolución un proceso similar al de otros conventos de la época.
Sus casas, inicialmente, fueron modestas, carentes
de relevancia, en consonancia con las necesidades de sus incipientes
comunidades, para conocer después, a los pocos años, una reconstrucción más
suntuosa, a cargo de personajes distintos de los fundadores.
La muerte del P. Atienza y la posterior renuncia
del P. Tamarit a la jurisdicción sobre el monasterio facilitaron
indudablemente la realización del proyecto de don Alonso de Fonseca, quien
obtuvo de Alejandro VI, en 1493, la pertinente autorización para ampliar y
reedificar el convento.
El arzobispo añadió determinadas condiciones:
A él le correspondería “el derecho de patrono y
el de presentar una persona idónea para la dirección y administración de la
dicha casa mientras careciera de abadesa; y que inmediatamente bajo su tutela,
protección y jurisdicción y la de quienes ordenare y dispusiere en sus
últimas voluntades, quedaran la Abadesa y la Comunidad del susodicho
(monasterio) para siempre”.
Asimismo ordena que las religiosas sigan “la
perpetua clausura que observaban las monjas del monasterio de Santa Clara de
esta misma sana Orden que viven en Salamanca; y en el caso de que no la
obsevaren, tuvieran que renunciar a la susodicha casa, a sus rentas, pías
subvenciones y limosnas, sin declaración o sentencia de juez alguno; y que
cedieran todo para comodidad y utilidad de los Hermanos Eremitas de la Orden de
San Jerónimo, de manera que estos hermanos pudieran recibir y habitar la dicha
casa y servirse de ella, de sus rentas y limosnas".
El número de religiosas del monasterio no podía
ser superior, según se especifica, a cincuenta. Y entre las aspirantes a
ingresar en él debían tener prioridad las pertenencientes a los linajes o
familias de Acevedo, Fonseca, Ulloa y Maldonado —según este orden— “y si no
hubiera ninguna de las familias o apellidos de esta guisa, entonces pudieran
acoger a otras idóneas para ello”. Se trata, por tanto, de los cuatro
apellidos del arzobispo, pues recordemos que éste era hijo de don Diego
González de Acevedo y de doña Catalina Fonseca, y nieto de don Juan González
Acevedo y doña Aldonza Díaz Maldonado, por un lado, y de don Juan Alonso de
Ulloa y doña Beatriz Rodríguez de Fonseca, por otro. Los cuatro apellidos
anteriormente citados se utilizarían luego como ornamento heráldico en el
interior y exterior de la capilla mayor del templo, como igualmente se hizo en
los contrafuertes de la cercana iglesia de San Benito, reconstruida también
por don Alonso de Fonseca II y Acevedo, a partir de 1490. De esta manera su
memoria quedaba también ligada a la solidaridad con sus ascendientes. La
permuta que el arzobispo hizo en el orden de sus apellidos responde a la
costumbre de la época de utilizar como primer apellido el materno.
En la bula papal en cuestión se ordena asimismo
que “ninguna religiosa pueda ser abadesa en este monasterio a no ser del linaje
y familia del Arzobispo, si alguna hubiere; de no ser así, de los otros
apellidos o linajes de esta guisa, y si tampoco las hubiere, entonces sea elegida
y recibida la más idónea”.
Se insiste en la prioridad —que no exclusividad—
anteriormente fijada, como si se quisiera hacer del monasterio un baluarte de
los linajes mencionados, que, en lo arquitectónico, tendría una ostentosa
manifestación en la capilla mayor de la iglesia, conocida luego como “torreón
de las Úrsulas”, por su altura y hermetismo.
Don Alonso de Fonseca quiso también asegurar para
su hermano, Luis de Acevedo, y para su primogénito seglar, don Diego de
Acevedo y Fonseca (+1496), la posibilidad de que, si tenían hijas y éstas lo
desearan, pudieran ser acogidas en el monasterio y ser allí educadas, “junto a
las hermanas que viven buenas y ejemplares costumbres..., con tal de que sus
padres pagaran los gastos necesarios, si la Abadesa y Comunidad por su propia
voluntad no quisieran mantenerlas con los bienes de la propia casa o sus
limosnas”. Y de igual modo dispuso que “si las hijas susodichas quisieran
ingresar como monjas en dicha casa o permanecer en ella, la Abadesa y comunidad
tenían que aceptarlas y tomar profesión de ellas, con la salvedad que
tuvieran que pagar algo por su ingreso o dote”.
El control que don Alonso de Fonseca quiso ejercer
sobre el monasterio queda a su vez bien patente en la disposición que,
relacionada con el Vicario General de la Orden de los Hermanos Menores,
ordenaba que “no pudiera dejar entrar alguna hermana en la dicha casa ni sacar
a alguna de ella sin el consentimiento del Arzobispo, mientras viviera en este
mundo, y muerto éste, de quien el mismo Arzobispo hubiera encargado que le
confiara esta tarea, al que (las religiosas) dieran voto de obediencia”.
***
Como no podía ser de otro modo, el primado eligió
la capilla del monasterio para la ubicación de su tumba, precisando además al
respecto que nadie sino él pudiera ser allí enterrado, salvo “los que él
mismo en su vida o en sus últimas voluntades ordenase”.
De no cumplirse por parte de la Abadesa y comunidad
con tal requisito, perderían los 6.000 maravedís de renta anual que él
había donado “para su manutención.., y para uso de la dicha capilla y de sus
presbíteros”. Tal disposición estaba ligada a una norma que no constituye
excepción, pues se trataba de fijar un ámbito que testimoniase la
superioridad social.
El arzobispo Fonseca se comportó a la manera en
que lo hacía la nobleza de la época —tan proclive al mito y al homenaje—,
buscando un lugar de enterramiento apropiado a su linaje en el interior de un
espacio sagrado. A tal fin, cuidó y preparó todo, disponiendo los medios para
que tal situación perdurara hasta el fin de los tiempos, y a la vez se
conservara allí el recuerdo perenne del linaje y el suyo propio, reafirmando
su individualidad, rango y fortuna.
Y también en este caso se dio el hecho que se
repitió en otros lugares de relativa importancia: la remodelación de un
monasterio a costa de un patrón que llega a convertir la iglesia en panteón
familiar.
Así, se prestigiaba aún más si cabe su tumba, al
reunir a una comunidad religiosa en torno a ella y cuyas oraciones quería
aprovechar en su salvación. El alto costo del proyecto quedaba de esta manera
bien justificado pues marcaba la diferencia de “status”.
Por agosto de 1493, fecha de la bula de Alejandro
VI, la iglesia todavía no estaba concluida, aunque sí iniciada. Así se
especifica en el documento, para seguidamente ordenar que, una vez acabada, se
celebren en ella los oficios divinos, “en el mismo modo y forma en que se
celebran en el monasterio de Santa Clara..., y que, en el día que fuera, se
celebre la conmemoración por el dicho arzobispo y sus progenitores, con una
oración expresa por él, como benefactor y fundador de esa misma casa”.
Se trataba, en suma, de que las religiosas
mantuvieran encendido el recuerdo de su protector y de su gratitud hacia el mismo.
Y es que, en la mentalidad de la época, la muerte del individuo nunca debería
afectar a la muerte del nombre (“ha muerto el hombre, pero no el nombre”).
Dentro de este mismo contexto se justifican los
datos biográficos recogidos en el epitafio del magnífico sepulcro exento del
patriarca, encargado por su hijo don Alonso de Fonseca III y Acevedo a Diego de
Siloe, en 1529.
Estos son, en esencia, los principales datos que
sobre el monasterio se recogen en la bula en cuestión.
A ellos podemos añadir los que proporciona el
humanista italiano y profesor de la Universidad de Salamanca, Lucio Marineo
Sículo (1460-1533), en su obra De
Hispaniae Laudibus, escrita hacia 1496.
En ella, al tratar sobre don Alonso de Fonseca,
elogia, impresionado por su magnificencia, “la magnífica casa y templo de
Santa Úrsula”, que, por entonces —sigue diciéndonos—, construye en Salamanca y
que habitan religiosas presididas por Sancha Maldonado, a la que califica de
“santísima mujer”.
Así pues, el humanista siciliano nos confirma, por
un lado, que, cuando él escribe, el convento —al que, por cierto, cita con la
advocación de Santa Úrsula— todavía se estaba construyendo, aunque, eso sí,
con gran suntuosidad, y por otro lado, nos permite saber que, en esa fecha, aún
vivía doña Sancha, que seguía como abadesa, y de la que, al igual que se
hiciera en la bula de Sixto IV, realza su santidad.
Las alabanzas al monasterio encontrarían también
expresión años después con Alvar Gutiérrez de Torres, quien en 1524 se refirió
al mismo como “el mejor hedificio de monjas que en grandes partidas se puede
hallar”.
***
De las noticias que sobre el monasterio hasta ahora
hemos recogido —provenientes de fuentes del último cuarto del siglo XV y
primero del siguiente— se infiere que la edificación reclamó ya por entonces,
por su excelencia, la atención de sus contemporáneos.
Es igualmente digno de resaltar que casi siempre se
insiste en el protagonismo de don Alonso Fonseca, es decir del promotor,
olvidando el papel que en la obra jugaban sus autores materiales, es decir, los
artistas, pues en ningún momento se les cita. Perviven, pues, reminiscencias
del pasado, que valoraba en el resultado final de una obra más la labor del
que la encargaba que la de aquéllos de quien éste se servía para su
realización.
El 3 de junio de 1490, María de Acevedo dejó
heredero de todos sus bienes a su primo Diego de Acevedo —hijo del arzobispo—,
que la liberó de la prisión en que la tenía su hermano, Fernán López de
Saldaña, y la metió monja en el monasterio. Además, dejó a éste 100
fanegas de trigo de renta anual y el usufructo de 10.000 maravedís de juro,
porque se quería enterrar en él.
En este mismo orden de cosas hay que situar las
actuaciones de los hermanos del Arzobispo, Luis de Acevedo, que dotó algunas
capellanías en el convento, y Pedro de Acevedo, que lo dejó como universal
heredero, y, sobre todo, a su hijo, don Alonso de Fonseca III y Acevedo, quien,
al parecer, se encargó de concluir el edificio.
***
Del primitivo edificio, el fundado y erigido por
doña Sancha Maldonado —tal vez avanzada la década de 1460-1470—, bajo la
advocación de Santa Úrsula, sólo subsisten los restos de una armadura de
madera, que quedaron ocultos tras la construcción de la actual sala capitular,
al quedar situados por encima de la bóveda de ésta. En esta armadura se
distinguen motivos vegetales que, en lo estilístico, encajan bien dentro de
los conceptos imperantes en el tercer tercio del siglo XV.
Todo lo demás del edificio desapareció con la
reconstrucción y ampliación del mismo llevada a cabo por don Alonso de
Fonseca, la obra que, en esencia, actualmente podemos admirar.
Todo parece indicar que las obras ya estaban en
marcha por 1490 y que prácticamente estaban acabadas en 1531-1532.
Don Alonso de Fonseca II llevó a cabo la
reconstrucción y ampliación del antiguo monasterio con su propio peculio,
poniendo especial énfasis en la iglesia, pero sin descuidar las otras partes
asimismo esenciales para el desarrollo de la vida monástica, como el claustro
y las dependencias circundantes. Su proyecto, concebido poco antes de 1486, ya
estaba en marcha por este año. Pero apenas si debía de estar iniciado, pues
dado el fasto y el lujo con los que se había pensado, su erección contó de
inmediato con la oposición de algunos miembros de la orden franciscana, como
la del mencionado P. Atienza. Solventados estos obstáculos, los trabajos
debieron de proseguir a partir de 1487, aunque todavía a ritmo lento, como se
desprende del contenido de la bula de Alejandro VI, de 1493, que otorgaba la
facultad para ampliar y reconstruir el monasterio.
Para esta ampliación Fonseca había comprado
algunos edificios, pero en los que, por el citado año de 1493, los trabajos
todavía no se habían concluido, circunstancia que, según se nos informa,
venía dada por las escasas rentas del convento y por el aumento del número de
religiosas que lo habitaban, por lo que de seguir así las cosas se verían en
la imperiosa necesidad de abandonarlo. Tal situación justificaba, pues, la
intervención del prelado para proseguir las obras, contando para ello con el
pleno consentimiento de la abadesa y comunidad conventual.
La iglesia estaba iniciada, pero no concluida, por
agosto de 1493, ni tampoco por 1496, cuando el siciliano Lucio Marineo
escribió su libro De Hispaniae Laudibus,
aunque el estado de las obras del convento tuviera ya por este último año una
entidad suficiente como para impresionar al citado humanista. Y todo hace
pensar que el templo no se terminaría hasta el primer cuarto del siglo XVI.
***
En la puerta de la sala capitular figuran las armas
del fundador; en el centro, el escudo del apellido Fonseca (cinco estrellas), y
en los extremos, los de Ulloa (escaques) y Acevedo (acebos y lobos).
En la rehecha puerta de acceso al convento, campea
una escultura de un ángel tenante del escudo del arzobispo Fonseca —con las
consabidas cinco estrellas y la cruz acolada, simbolizando la dignidad
prelaticia de su titular—.
***
Parece evidente que en la construcción del
convento de las Úrsulas de Salamanca participaron maestros del foco toledano.
Pero ¿quiénes y cuándo? Como callan los documentos al respecto, a esta
pregunta sólo podemos responder, por ahora, por vía de la conjetura.
Y, en este sentido, queremos comenzar recordando
que consta documentalmente la presencia en Alba de Tormes de dos de los grandes
maestros de nuestro tardogótico, ligados precisamente al foco toledano.
Se trata de Enrique Egas (+1534) y de Juan Guas
(+1496).
Del primero conocemos que, por 1490-1491, se
encontraba en el citado lugar trabajando tanto en el Palacio del segundo Duque
de Alba, don Fadrique Álvarez de Toledo, como en el monasterio de San Leonardo,
y que, en 1490, se le entregaron 5.000 mrs. por los bultos que tenía que hacer
en este monasterio.
En cuanto a Guas, que fue mandado llamar a Toledo,
en mayo de 1493, para que viniera a Alba a ver el asiento de la obra del citado
monasterio —por lo que llegaría a recibir 250 ducados— e interviniera en el
Palacio Ducal, lo que hizo en 1493 y 1494.
¿Cabría pensar en la posibilidad de que la
presencia en Alba de estos afamados maestros fuera aprovechada por don Alonso
de Fonseca II para recabar de algún modo su participación en el monasterio de
las Úrsulas?
Pudo suceder con Enrique Egas, pero no con Juan
Guas. Y es que este último maestro, por los mentados años —ya en la recta
final de su vida— estaba involucrado en múltiples obras: era maestro de la
catedral de Toledo (1493); había comenzado la portada del monasterio de El
Parral (1494), y había tomado a destajo, por orden de Isabel la Católica, las
obras de la iglesia y claustro de San Juan de los Reyes. Difícilmente, pues,
podía aceptar nuevos encargos.
De otra parte, creemos que los caracteres
artísticos de la sala capitular se hallan más próximos a los planteamientos
de Enrique Egas, discípulo de Guas.
Aquí, en efecto, percibimos un apego a las formas
hispanoflamencas divulgadas por Guas, pero a diferencia de lo que suele ser
habitual en éste, se ha prescindido del exceso decorativo de abolengo
mudéjar, para jugar sólo con elementos arquitectónicos puramente góticos.
Tal procedimiento caracteriza a las creaciones de Enrique Egas.
Y si, como los caracteres artísticos parecen
atestiguarlo, admitimos que Egas fue autor al menos de la traza de la sala
capitular del monasterio ¿en qué momento pudo llevarse a cabo tal
intervención? Suponemos que, quizá, en el período comprendido entre 1490,
momento en que viene a Alba de Tormes para realizar el que hasta ahora
constituye su primer trabajo documentado, y 1496, cuando es nombrado maestro
mayor de la catedral de Toledo, poco después de la muerte de Guas. De ser
así, estaríamos ante una obra de la primera etapa de su actividad profesional,
y que comprende los que se han dado en llamar “años oscuros” de su vida,
debido a la carencia de noticias documentales sobre este maestro a lo largo de
ese lustro.
Durante los citados años, Enrique Egas tuvo que
desarrollar una labor importante, previa a su nombramiento como maestro mayor
de las obras de la catedral de Toledo, y que le hiciera merecedor de tal
distinción, ya que no se le menciona con anterioridad en dichas obras.
Son hipotéticos lugares de su actividad a lo largo
de esa etapa la catedral de Cuenca y, sobre todo, la de Plasencia, donde se le
cita como maestro de las obras en 1497, cargo que abandonó pronto.
Salamanca bien pudo ser otro de los centros donde
Enrique Egas desplegara su labor en ese período, al menos como tracista, y, en
concreto, en el convento de las Úrsulas.
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