Éste fue el lugar elegido
por los monarcas aragoneses
para ser enterrados.
Ya San Juan de la Peña
había dejado de ser mausoleo real.
Allá, en los Pirineos, fueron sepultados
los primeros monarcas de Aragón.
Aquí, entre suaves montes,
se dará sepultura a los últimos.
En este monasterio que se está deshaciendo.
Construido con piedra blanda,
se ha ido deshaciendo
y ha tenido que ser rehecho.
Hoy es un monasterio nuevo.
El tiempo fue royendo la piedra blanda
y el vandalismo destrozó los mausoleos.
En las tumbas reales,
queda hoy un revoltijo de huesos
inidentificados.
Los sepulcros han sido reconstruidos.
A ambos lados del altar mayor,
unos hermosos sepulcros nuevos
recuerdan que allí fueron enterrados
los últimos monarcas de la Corona de Aragón.
Recientemente, alguien ha decidido
completar el “destrozo” del templo
colgando del techo
unas extrañas lámparas verdosas
con aspecto de platillos volantes.
En el claustro, mientras se reponen unas columnas,
el tiempo sigue limando las restantes.
Lo que queda de la piedra antigua
sigue desapareciendo en el aire.
Como si una maldición pesara
sobre este plácido enclave
rodeado de hermosos viñedos.
He venido a visitar Poblet
como he visitado tantos otros monasterios,
pero no he podido escuchar
ninguna voz del pasado.
No he podido pasear por el claustro
buscando el silencio
en el que se escuchan las voces,
porque sólo se puede visitar en grupos.
No he podido mirar al pasado
desde un banco del templo,
porque el brillo verdoso de los platillos volantes
espanta a los espectros.
He llegado con el deseo de hablar con los reyes.
Sus huesos están revueltos y desubicados,
pero quizás aún sería posible la comunicación.
Pero sólo he podido estar ante sus sepulcros
un tiempo tasado,
la guía ha decidido por mí
el tiempo que podía contemplarlos.
No he podido estar a solas con ellos,
no he podido oir nada
que no fuera la voz displicente de la guía,
los reniegos de unos niños,
la charla de unas parejas
calculando el número de sitios
que aún podían visitar en el día...
Piedras sin alma,
visitadas apresuradamente
entre chistes de un señor sudoroso
y protestas de niños que se aburren.
La guía abre y cierra puertas,
enciende y apaga luces,
mira con enojo a los rezagados.
Cuando termina la “visita guiada”
me espero y me reengancho a la siguiente.
La cosa no mejora.
Tampoco tenía esperanza de que mejorara.
Repito la visita para tener algo más de tiempo,
pero, sin silencio, sin soledad, sin calma,
es imposible que algún espíritu
venga a mi encuentro.
Sólo veo piedras nuevas
que imitan a las piedras antiguas;
un moderno cristal que blinda
la puerta y ventanas de la sala capitular;
los terribles platillos volantes.
Suelos nuevos, vidrieras nuevas...
Tumbas con huesos profanados,
con huesos inidentificables.
No es éste el lugar para reencontrarse
con los monarcas que escogieron este lugar
para ser enterrados.
Abandono con melancolía
las piedras nuevas del cenobio
convertido en negocio.
Me voy a pasear por los montes de Prades,
que, siglos atrás,
fueron refugio de cátaros.
Por los mismos años en que los cátaros
se ocultaban en los bosques de la zona,
en el valle los cistercienses
construían su monasterio.
Quizás resonaba por la sierra
el trabajo de los constructores
modelando la piedra.
Los cátaros continuaron después su huída hacia el Sur,
los monjes continuaron edificando su casa...
Abandono el cenobio
con tristeza.
Tristeza por la ausencia de espíritus.
Tristeza por la imposibilidad de soledad.
Tristeza porque lo que he visitado ha sido
un monasterio casi nuevo,
porque he tenido que recorrerlo
al ritmo apresurado que me ha marcado una guía.
Tristeza porque los espíritus han huído,
asustados por tanta puerta abierta y cerrada por la guía,
por tanta piedra repuesta,
por la luz de los platillos volantes,
por la conversión del cenobio en negocio...
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