Hacia el año 875
el noble hispanogodo Wifredo el Velloso,
hijo del conde Sunifredo de Urgel,
recibía del rey franco Carlos el Calvo
los condados de Barcelona, Gerona, Osona y Besalú,
y con ellos la tarea de reforzar
la línea fronteriza de la Marca Hispánica.
Al igual que en el Pirineo occidental
hacían los condes aragoneses,
Wifredo encomendó la repoblación del territorio
a la iniciativa de los monjes,
para lo cual recurrió a fundaciones monacales.
En el condado de Osona,
junto a los restos de una antigua villa
destruida por los árabes,
en el valle,
hacia el 888 Wifredo fundaba el monasterio de Ripoll,
regido por la regla de San Benito.
No era, al contrario que otras fundaciones monásticas,
una construcción aislada en un enclave solitario,
sino que se levantó junto al poblado.
Se hallaba además próximo a la frontera árabe,
lo que facilitaba el acceso
a los manuscritos mozárabes y musulmanes.
En pocos años, Ripoll
se convirtió en un rico e importante cenobio
con escuela, biblioteca
y un activo scriptorium
donde se copiaban y traducían
no sólo textos religiosos
sino también tratados filosóficos y científicos
conservados en la gran biblioteca de Córdoba.
El lugar era frecuentado
por obispos y abades, por condes y ricoshombres,
y recibió abundantes donaciones y favores.
Sus propiedades y su influencia
aumentaban rápidamente.
Bajo la protección del conde de Besalú,
el abad Arnulfo en el siglo X
emprendió obras de ampliación
para dar cabida a la comunidad creciente,
al mismo tiempo que instauraba
el sistema de regadío de los huertos.
En el año 967 llegaba a Ripoll
el monje occitano Gerberto de Aurillac.
Gerberto, el futuro papa Silvestre II,
el “papa del año 1000”,
pasó tres años en el monasterio de Ripoll.
La vida de Gerberto está envuelta en el misterio.
Cuenta la leyenda
que cerca de Aurillac vivía Andrade,
un ermitaño que había sido clérigo
y que era temido por todos;
habitaba en una cueva
y se decía descendiente de los druidas
que allí en el pasado
celebraron rituales
y ofrecieron sacrificios a sus divinidades.
Gerberto, siendo niño, impulsado por la curiosidad,
venció su miedo y fue a visitarle.
Cuentan que el anciano
le predijo un futuro magnífico
y, en contra de la voluntad de su padre,
el pequeño Gerberto empezó a frecuentar
el refugio de Andrade
y allí recibió instrucción en magia celta.
En su estancia en la Península Ibérica
Gerberto completará su formación
en ciencia y magia.
Estuvo en Barcelona
bajo la protección del conde Borrell,
y allí estableció relación con sabios musulmanes
que le iniciaron en saberes arcanos,
esotéricos y místicos.
Viajó a Córdoba y Sevilla,
donde entró en contacto con la ciencia árabe
y estudió matemáticas y astronomía,
geometría y música,
filosofía y alquimia,
el sufismo y la cábala.
En el palacio del califato, en Córdoba,
tuvo acceso a las obras de los filósofos maniqueos.
Conoció las ideas de la gnosis de los neoplatónicos,
que permitían al hombre explicar el orden y el caos.
Tenía poco más de veinte años,
era un simple monje,
pero cautivaba a los magnates y a los sabios de su época
con sus conocimientos y su talento,
lo que le generó odios y envidias.
En Barcelona estudió con Mohammed ibn Umail,
llamado Lupito,
un gran erudito conocedor del griego y el latín,
pariente y discípulo del astrónomo judío
Abdallah Mohammed ibn Lupi.
Lupito era cristiano,
pero profesaba doctrinas heterodoxas.
Lupito transmitió al monje grandes conocimientos,
algunos considerados sacrílegos, herejes o maléficos.
Lupito enseñó a Gerberto
que el Camino de Santiago permitía a algunos hombres
adquirir un misterioso poder.
También le habló de la cábala judía,
que habría sido transmitida al hombre por el arcángel Raziel
y que permitía leer en los símbolos la verdad trascendente.
Lo familiarizó con las obras de Rhazes,
un famoso alquimista.
Y le recomendó otras lecturas
secretas y prohibidas.
Tras tantas lecturas y reflexiones,
se dice que Gerberto tuvo una visión.
Habiendo pedido a Dios
que le aclarara el sentido de la vida,
una luz cegadora se proyectó sobre él
y escuchó unas palabras:
«Yo soy lo que buscas.
Sólo en mí están la Sabiduría, el Conocimiento y la Verdad».
La luz desapareció, y Gerberto se sintió con fuerzas
para continuar su búsqueda.
Lupito, recordando el caso de Hermes,
el dios griego que creó estatuas animadas
que trabajaban para los hombres,
transmitió a Gerberto la convicción
de que el ser humano podría también fabricar tales estatuas
y transformar el mundo con su ayuda.
Inspirado por esas ideas,
Gerberto construyó unas misteriosas cabezas parlantes
de las que se habló mucho en la época
y a las que se consideró diabólicas.
Cabezas metálicas
que respondían a las consultas que se les hacían.
Cabezas que vaticinaron el pontificado de Gerberto.
Gerberto construyó todo tipo de objetos
destinados al aprendizaje y a la investigación,
como globos terrestres y planetarios,
astrolabios y máquinas hidráulicas,
relojes de péndulo y de ruedas dentadas.
Inventó un nuevo tipo de ábaco,
el llamado ábaco de Gerberto,
antecedente de las máquinas calculadoras.
Fabricó instrumentos musicales,
como un nuevo monocordio,
consistente en una caja de resonancia
sobre la cual se tensaba una cuerda de longitud variable
con la que se medían las vibraciones sonoras
y los intervalos musicales.
Cálculos que permitieron clasificar las distancias
entre las diferentes notas
en lo que luego se ha llamado tonos y semitonos.
Ingenió una especie de sistema taquigráfico,
un lenguaje secreto o en clave,
inspirado en una escritura abreviada
que extrajo de antiguos textos romanos.
Era conocida como apuntes tironjanos
y había sido creada por Tirón,
compañero de Cicerón,
pero había caído en desuso
hasta que Silvestre II la redescubrió,
se percató de su importancia y la adaptó.
Se trataba de un alfabeto encriptado
que ahorraba tiempo y era incomprensible
para los desconocedores de su código.
En aritmética, trató de introducir para el cálculo
la utilización del número cero
y las cifras árabes
en sustitución de la numeración romana.
Sin embargo, fracasó en el intento
pues Europa consideró cosa del diablo
el uso de la numeración propia de los infieles
frente a las cifras usadas por los cristianos.
Sólo doscientos años más tarde
se le dio la razón al papa hereje.
Creó un artefacto
capaz de reproducir la voz humana,
una especie de fonógrafo
compuesto por un conjunto de láminas
de diferentes longitudes
dispuestas sobre un cilindro
que giraba gracias a una serie de engranajes.
Es posible que la cabeza parlante de Gerberto
no fuera una leyenda,
sino que este aparato reproductor
estuviera oculto dentro de la estatua.
Todo ello hizo que se sospechara
que el monje practicaba la brujería.
Se le acusó de sacrilegio y herejía.
Se le atribuyeron maleficios y poderes nigrománticos.
Se afirmó que había pactado con el diablo.
Personaje enigmático y controvertido,
Gerberto fue una especie de Leonardo da Vinci,
un “viajero del tiempo”,
un hombre del futuro atrapado en el siglo X.
Rápidamente obtuvo fama y prestigio.
Se convirtió en uno de los hombres más influyentes
y ascendió hasta el papado
con el respaldo de los poderosos.
Y también, se dijo,
gracias a la ayuda de Satanás.
Tras la muerte de Gregorio V,
en el año 999
Gerberto de Aurillac se convirtió en el papa Silvestre II,
el misterioso “papa del año 1000”.
Cuando Gerberto estuvo en Ripoll,
el monasterio no tenía el aspecto
que tiene actualmente.
Sería una construcción mozárabe
en cuyo sencillo claustro el monje francés
soñaba artefactos diabólicos.
Pocos años después, el abad Oliba
impulsó la reconstrucción del centro
con arreglo a los cánones románicos.
El resultado fue,
al contrario de lo que era norma
en la estructuración de los cenobios,
un conjunto monástico
un tanto anárquico e irregular
en el que dependencias y patios,
edificaciones y huertos,
se organizaban caóticamente,
sin criterio global.
En el año 1428, un fuerte terremoto
asoló la comarca del Ripollés
y deterioró seriamente el monasterio.
Comenzó la decadencia.
La Desamortización, en el siglo XIX,
hizo el resto.
El cenobio fue profanado, expoliado y arrasado
y ardió en un incendio que duró tres días.
Dos monjes fueron asesinados
y los demás abandonaron el convento saqueado.
Los muros se fueron derrumbando;
en 1847 se destruyó parte del claustro
y en 1856 la torre del palacio abacial.
Las ruinas restantes fueron consideradas como cantera
y muchas de sus piedras fueron reutilizadas
en otros lugares.
Toda la documentación desapareció.
Inútil resultaba
el decreto de excomunión dictado en el siglo XI
por el abad Oliba
para todo el que robase o dañara
los códices del monasterio.
El edificio actual es una reconstrucción
de la basílica y el claustro
en la que poco queda del origen:
la cabecera, la portada, la planta del claustro,
poco más.
Han desaparecido las piedras,
los archivos, los códices
y las sombras de los monjes
que durante siglos habitaron aquí.
Quizá el monje francés
hechizó el monasterio
para borrar su propia sombra,
para que nada de sí mismo
quedase en la Tierra.
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