Iba a ser rey de Nápoles.
Iba a continuar la experiencia
iniciada por Alfonso el Magnánimo.
Era el primogénito, el heredero del rey Federico,
que tuvo en Nápoles una corte brillante, alegre, luminosa.
Empezó la guerra
y Fernando, casi un niño, Duque de Calabria
(título que correspondía al sucesor de la corona napolitana),
recién jurado como heredero al trono,
presenció la deposición de su padre
y trató de defender sus derechos.
Fue sitiado en Tarento por Gonzalo Fernández de Córdoba
y acabó por rendir la ciudad.
Prisionero, fue conducido a España
y encarcelado por su tío el rey Fernando de Aragón
en el castillo de Medina del Campo.
El Duque tenía catorce años.
Al poco, el rey lo liberó y lo llevó a la corte.
El monarca casó con Germana de Foix, una muchacha.
El monarca era un anciano receloso y enfermo.
El Duque era un príncipe
que se había educado en una corte refinada,
que, casi un niño, había hecho frente a un poderoso ejército,
que se había hecho un hombre rápidamente,
que era cortés, discreto, un punto melancólico.
Todos los hombres jóvenes de la corte
trataban de cortejar a Germana.
La reina y el Duque eran dos adolescentes
en la corte de un rey rijoso y suspicaz.
El monarca, celoso, arrepentido de la liberación de su sobrino,
ideó una acusación de alta traición,
apresó al Duque nuevamente
y lo encerró en el castillo de Játiva.
Durante un tiempo
el Duque soñó con cumplir el mandato testamentario de su padre
y recuperar la corona de Nápoles.
Después, se resignó.
Durante años
su vida transcurrió confinada en lo alto del castillo,
en las que llamaban Salas del Duque,
construidas sobre la prisión.
Llevó consigo la biblioteca paterna,
se dedicó a estudiar, olvidó la corona napolitana.
Allí se hizo adulto, un hombre ensimismado,
sereno, indiferente a muchas cosas.
A comienzos del reinado de Carlos I
los agermanados de Valencia tomaron el castillo
y ofrecieron el trono de España al Duque de Calabria.
Fernando declinó la oferta.
Desde las ventanas de su sala
contemplaba la sucesión de colinas.
Leía.
Se sabía príncipe,
descendiente de Alfonso el Magnánimo.
Estaba solo.
Su tío lo había encarcelado.
Llevaba diez años en prisión.
Sólo le interesaban los libros
y contemplar, desde lo alto del castillo,
la sucesión de colinas.
Con palabras, logró la rendición de los rebeldes
a la tropa imperial.
El emperador, en recompensa, liberó a su primo.
Y lo casó con doña Germana,
que había sido reina, que era virreina,
que había sido amante del emperador
y dos veces viuda.
El Duque se reencontró con Germana,
tantos años después.
Ya no eran dos muchachos.
Tenían casi cuarenta años.
Tenían ganas de vivir.
Entraron en Valencia como virreyes
por la puerta de San Vicente
y juraron su cargo en la catedral.
Les aguardaba el gran palacio frente al río Turia,
el imponente alcázar gótico.
Fernando y Germana ampliaron sus jardines,
reformaron sus numerosísimas estancias,
las llenaron con objetos valiosos o meramente pintorescos,
convertidos los dos en coleccionistas apasionados.
Germana aportaba sus tradiciones medievales,
Fernando, las inquietudes nuevas.
Formaron una corte propia de reyes,
actuaron como grandes mecenas,
reunieron en torno a sí a artistas, músicos, escritores…
Al amparo de este mecenazgo acudieron autores
como Juan Fernández de Heredia o Jorge de Montemayor.
Se leía a Ausiàs March y a Joanot Martorell.
Se escuchaba la música compuesta por la capilla del Duque.
Los nobles valencianos
frecuentaban las fiestas y reuniones organizadas en palacio;
Juan de Borja, duque de Gandía, protector de Luis Vives,
era asiduo.
La corte de los virreyes era la más brillante de España,
mantenía contactos con otros países,
era alabada en el extranjero.
Don Fernando tuvo la mejor capilla musical de España.
Formada por músicos, cantores y ministriles,
estuvo al servicio tanto de las prácticas de devoción
como de los actos de solaz y de representación.
Fernando había llevado consigo
los libros que siempre le acompañaron,
los ricos códices que su bisabuelo Alfonso
había adquirido en Nápoles.
Siguió comprando libros,
formó una magnífica biblioteca que alcanzó gran fama,
integrada por más de un millar de ejemplares.
En el amor del Duque por los libros
se aunaron inclinaciones personales y tradición familiar.
En 1527, meses después de instalarse en Valencia,
don Fernando hizo traer de Ferrara
los bienes que pudo recuperar de su dinastía napolitana,
de lo que había sido Casa Real de Aragón en Nápoles:
joyas y tapices;
medallas y monedas en las que se manifiesta el afán
de recuperar una antigüedad histórica y mitológica;
y, sobre todo, los objetos que pudieran legitimar
su procedencia dinástica,
como las armas reales y el árbol de linaje y descendencia
desde el infante don Pelayo hasta el mismo Duque de Calabria.
El Duque llegó a reunir
una magnífica colección de joyas y curiosidades varias,
siguiendo la afición coleccionista que se iba extendiendo por Europa.
Tenía medallas con las efigies de Julio César, Pompeyo o Hércules;
camafeos en los que figuraban
Alejandro, Domiciano, Escipión, Cupido y Venus;
un Julio César en lapislázuli;
jaspes y ágatas con personajes históricos como Pompeyo o Alejandro,
o mitológicos como Apolo, Medusa o Venus.
No era demasiada, sin embargo,
su afición por la pintura y la escultura.
Las obras que encargó tenían por objetivo
dar testimonio de la continuidad dinástica
de la Casa Real de Nápoles
de la cual se consideraba legítimo sucesor,
continuidad rota por violentas circunstancias externas,
en consecuencia con lo cual el Duque no poseyó ningún retrato
de Carlos I ni de Fernando el Católico.
Tenía, en cambio, un busto en mármol del rey Alfonso
y un par de retratos
de su abuelo el rey Ferrante y de su padre el rey Federico.
Del mismo modo que doña Germana poseía
una pequeña galería de retratos de personajes regios,
miembros de su familia.
Muerta la madre del Duque, la destronada reina de Nápoles,
Fernando, sin hijos, acogió a sus dos hermanas
y el palacio se llenó de acentos italianos.
Pero los virreyes no tenían descendencia
y la muerte ya no estaba lejos.
Había en el Camino de Murviedro,
más allá del último arrabal,
en un amplio llano en plena huerta,
una abadía cisterciense, la abadía de Sant Bernat,
fundada por el abad del monasterio de Santa María de Valldigna
sobre la alquería musulmana de Rascanya.
Con el tiempo, los monjes de Rascanya
habían abandonado la disciplina cisterciense
y los virreyes pidieron al papa
la sustitución de la comunidad de San Bernardo
por la de San Jerónimo.
Así, los virreyes emprendieron la empresa
de construir un monasterio nuevo
sobre la deteriorada obra existente.
Un monasterio al que legar sus bienes
y en el que ser enterrados.
Una obra que conservase para siempre
la memoria de doña Germana y don Fernando
en la ciudad que una francesa y un italiano
habían hecho patria de adopción.
Muerta Germana, el Duque se dedicó
a ultimar su gran proyecto común:
llamó a los mejores arquitectos,
a Alonso de Covarrubias, maestro de obras de Su Majestad,
y a Juan de Vidaña, que se había criado junto al Duque,
para construir el monasterio de San Miguel,
bajo la advocación de los Reyes Magos
porque el Duque se decía descendiente de Baltasar.
Cinco años después,
el emperador dispuso un nuevo matrimonio para el Duque,
y éste casó sin ganas con Mencía de Mendoza,
regresada de Flandes.
La mundana corte virreinal de doña Germana
se tornó más seria con doña Mencía,
pero Mencía, como Germana, siguió
recibiendo a humanistas, comprando obras de arte.
En los últimos años de vida del virrey creció la inquietud
respecto a la defensa de la costa frente al Turco.
El Palacio, situado extra-muros,
hizo las veces de torre albarrana del recinto amurallado de la ciudad.
El Duque fue apartándose de la sociedad;
como si añorase su vida en las salas del castillo de Játiva,
se recluyó en su bliblioteca, se encerró en sí mismo.
En sus últimos años vivió entre sus libros,
ajeno al mundo exterior
(«la libreria de sa Excellència
es lo loch ha hon sa Excellència més residia»).
El Serenísimo Señor Don Fernando,
lo Excellentissimo Senyor Duch,
bibliófilo excepcional y melómano entusiasta,
uno de los hombres más cultos de su tiempo,
murió en 1550, cuando ya hacía algún tiempo
que se había despedido de la vida.
Algunas pertenencias del Duque
fueron robadas la misma noche del óbito.
En Palacio se celebraron las honras fúnebres
y después su cuerpo y la mayor parte de sus bienes
pasaron al monasterio de San Miguel de los Reyes,
su heredero universal,
y donde ya habían recibido sepultura
sus hermanas y la reina Germana.
Tiempo atrás, el Duque,
fiel a su permanente deseo
de mantener su memoria vinculada a la del Magnánimo,
había pretendido rescatar el proyecto de su bisabuelo
de fijar su última morada al otro lado del río,
en la capilla de los Reyes del convento de Santo Domingo,
pero el emperador le negó el permiso.
Los libros que siempre habían acompañado al Duque
fueron llevados junto con su cuerpo
al monasterio que él había fundado.
En la iglesia de la abadía, a ambos lados del altar mayor,
insertas en los muros, hay unas hornacinas
a modo de cenotafios,
donde yacieron los restos mortales de Fernando y Germana
bajo sus respectivos escudos de armas.
Pero ya no están ahí.
Bajo el presbiterio de la iglesia hay una pequeña cripta.
Una escalera de piedra negra de Alcublas conduce al panteón.
En su hastial,
un altar de piedra de jaspe y mármol negro y blanco.
A la izquierda el mausoleo de Germana
y a la derecha el de Fernando.
Sendos bloques funerarios sostienen las urnas de mármol negro.
bajo los respectivos escudos en mármol blanco.
Pero los cuerpos no están ahí.
En el suelo de la cripta hay cuatro cuerpos.
Son los restos de doña Germana y don Fernando
y de las dos hermanas del duque.
El veintinueve de Septiembre, día de San Miguel,
los rayos del sol penetran a través de una ventana de la cripta
e iluminan el lugar exacto donde están enterrados los virreyes.
El Palacio no volvió a albergar como virreyes
a personajes de tan alta alcurnia,
ni el cargo volvió a tener un carácter vitalicio
que creara un sentimiento de pertenencia parecido.
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