De Sepúlveda arranca una senda
que avanza paralela al Duratón,
entre el río y las paredes rocosas en las que anidan los buitres.
En esas paredes hay cuevas
que antaño fueron toscos eremitorios.
Pero hay también una de la que nadie da explicación.
Es una gruta cuya entrada aparece bien delimitada
por dos pilares y un dintel de piedra.
En el dintel, una inscripción:
“LO IZO PABLO BARIO. AÑO DE 1829. MARIA”
¿Quién fue Pablo Bario?
¿Por qué construyó esta rudimentaria puerta?
Al parecer, no se sabe. No se alude a él en ninguna parte.
En lo más intrincado de la senda,
Pablo Bario (o quizás Pablo Barrio)
decidió poner puerta a una cueva.
A una cueva oculta en lo más intrincado.
Está cerca del camino, pero es poco visible.
Aquí, un hombre llamado Pablo, quiso hacer algo.
¿Una ermita? ¿Una cabaña? ¿Una ofrenda?
En la roca abierta, ese hombre incrustó dos columnas
que marcaron la entrada
y sobre ellas colocó un dintel de piedra
en el que grabó una inscripción que conservara su memoria.
Pero algo pasó.
El monumento no agradó a los habitantes del bosque.
La intrusión despertó sus iras.
La roca se resquebrajó;
los troncos de los árboles cayeron:
la tierra se abrió dejando sus raíces al descubierto;
entre el amasijo de piedras y ramas rotas,
creció incontrolada la hierba.
Sólo en ese rincón del camino.
El resto del sendero conserva un aspecto plácido.
Pero en ese rincón la naturaleza se agitó con violencia,
se sublevó contra el intruso
que pretendió perpetuar su memoria en el dintel de piedra.
Una debacle de rocas, troncos astillados, arbustos espinosos,
oscurece y oculta la entrada de la cueva medio desmoronada.
Quizás el interior era la morada de algún ser misterioso
que vio perturbada su calma.
Quizás en ese fondo oscuro habita alguna criatura
dispuesta a defender el sitio recuperado.
Alrededor de la ermita olvidada
se ha ensombrecido el cielo, se ha levantado el viento,
la penumbra de la cueva se extiende por la tierra circundante,
por la piedra húmeda cubierta de musgo, por las hojas podridas,
convertidas en gran nido de insectos.
Por algún motivo, los moradores de la naturaleza
no quieren que nadie entre aquí.
Había algo en esta cueva que no debía ser violado.
Quizá el cuerpo del constructor yace en esa oscuridad,
consumido por la naturaleza enfurecida.
Perdido en esa oscuridad, su cuerpo sin tumba
quizás ha sido devorado por los insectos
que se agitan bajo las hojas muertas,
enviados por los seres invisibles
que, por algún motivo, no desean que nadie
se acerque a esta grieta abierta en la roca.
¿Orbes? ¿Energías? ¿Espectros? |
Aquí el viento acumula frío oscuro, nubes negras,
la humedad de la hojarasca parda, un silencio lóbrego.
Quizás hay alguien ahí dentro, vigilando,
para que no entre nadie.
Vigilando, por si alguien decide quedarse, como el arquitecto.
Vigilando, mirando desde la oscuridad del interior de la cueva,
dispuesto a expulsar a cualquiera que intente penetrar en ella.
Quizás el arquitecto violó una ley desconocida,
penetró en un espacio vedado y despertó presencias peligrosas.
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