A unos kilómetros de Infantes, se encuentra Torre
de Juan Abad,
localidad a la que se ha llamado “Puerta de La
Mancha a Andalucía”.
En la linde de la “lejanía inaccesible” de La
Mancha,
como dice Azorín La ruta de Don Quijote.
«El pueblo es lugar pasajero en el puerto de
Sierra Morena
por el camino real de carros que pasan desde
Andalucía
a la Corte de su Majestad y a La Mancha».
«La villa está situada en tierra bermeja
que es en parte llana y en parte montosa,
es tierra fría, hay en la villa abundancia de
leña
pues en su parte montosa está Sierra Morena que
está a dos leguas.
Hay jarales, carrascas, robledales, fresnos y
olmos
y se crían en ella corzos, venados, jabalíes,
liebres, conejos, perdices, lobos, zorras,
tejones,
gatos cervales, cabras monteses y algunos osos.
A cuatro leguas de este lugar pasa el río Jabalón
que es río mediano dependiendo de las lluvias de
las temporadas».
En las Relaciones Topográficas de 1575
se afirma que esta villa es tan antigua
que no hay memoria de su fundación ni de cuando
se ganó.
Las primeras referencias sobre la localidad
se remontan a las Crónicas de Alfonso VIII de
Castilla,
que tomó el cercano castillo de Feznavessore.
Esta fortaleza vigilaba el Paso del Dañador,
que era uno de los accesos de la vía augusta de
Levante a Andalucía.
En 1214 Alfonso VIII concedió a la Orden de
Santiago
el castillo de Eznavejor con toda su
jurisdicción.
El crecimiento del lugar próximo de Torre de Juan
Abad
determinó la despoblación y ruina de Xoray o
Eznavejor:
Los amplios territorios de la fortaleza pasaron a
ser de esta villa.
Torre de Juan Abad aparece por primera vez como
tal en 1243,
al ser adjudicada a la Orden de Santiago.
En esa fecha Joray ya figura como lugar
despoblado.
Sobre el origen del nombre, en las Relaciones
Topográficas
el Concejo de la población cuenta:
«Se plactica en esta villa que hay un rastro de
edificio antiguo
que los viejos han dicho que había en él una
torre
que tuvo un alcayde que se llamaba Juan Abad
por donde tomó esta villa el nombre de Torre de
Juan Abad».
Juan Abad debió de ser uno de los primeros
pobladores del lugar.
Se dice que perteneció a la Orden de Santiago,
y, como tal, dependería del priorato de Montiel.
«Esta
villa se llama al presente La Torre de Juan Abad,
a pesar de que anteriormente se había llamado la
villa de Santiago,
siendo la razón de este cambio porque en tiempo
de moros
hubo un alcaide de la fortaleza de la villa que
se llamaba Juan Abad».
En una nota existente en el Ayuntamiento,
bajo el cuadro con el escudo de la villa, se
dice:
En 1273 Alfonso X el Sabio dio a esta villa
privilegios y dictado de lealtad con uso de armas
que fueron:
«Sobre plata un león empinante a una torre, todo
de gules,
y un lucero de azur con bordura asimismo de gules
y ocho aspas de oro».
Le fue concedido por haber concurrido los de esta
villa
a la famosa toma de Baeza.
Don Rodrigo Manrique, Adelantado de Segura,
segregó de La Torre el término de Belmonte de la
Sierra,
aldea que cambió su nombre por el de
Villamanrique.
En 1480 don Alonso de Cárdenas,
último Maestre de la Orden de Santiago,
expidió un diploma, haciendo constar que Torre de
Juan Abad
era 3ª cabecera del Campo de Montiel,
junto a Montiel y a Alhambra,
y reconociendo sus antiguos diplomas,
desaparecidos en un incendio.
«Los viejos hablan de que han oído de sus
antepasados
que en este pueblo había 24 dueñas de manto
que tenían sus privilegios:
que si la justicia cogía a algún hombre y ellas
querían librarlo
las dueñas les echaban su manto y de esta forma
quedaban libres,
y que la villa por esta causa fue quemada por
herejía,
y que de esta forma se explica su
despoblamiento».
***
A 4 kilómetros de la población,
en un paraje mágico, sagrado, espiritual,
se halla el santuario de la Virgen de la Vega.
Este templo fue un antiguo monasterio del Temple.
Alfonso X otorgó allí una bailía a los templarios
y éstos edificaron en la vega su casa-convento en
1273.
Desde ella regentaron su encomienda.
Era una asentamiento religioso,
pero también una granja
y un centro de recaudación y de reclutamiento.
Hubo capilla, cenobio, cuartel,
e instalaciones dedicadas a caballerizas, bodega
y almacén,
así como horno y molino.
En la base de la cúpula del santuario
se puede leer la inscripción latina que da fe de
su edificación:
«A TEMPLARIIS CONSTRUCTUM.
IAM CUPIDITAS DESTRUXIT A. 1310.
FLORENS VERA PIETAS,
RESTITUIT, REAEDIFICAVIT & AUXIT A. 1644».
(«Construido por los Templarios.
La codicia lo destruyó ya en el año 1310.
Floreciendo la verdadera piedad,
lo restauró, reedificó y acrecentó en el año de
1644»).
La primera cruz que portaron los caballeros del
Temple en 1118
fue una cruz patriarcal de doble traviesa
como las que aparecen en la ermita.
La cruz patriarcal fue diseñada en el año 326
con cinco trozos del madero de la crucifixión
y colocada en la iglesia del Santo Sepulcro de
Jerusalén.
Luego llevaron otras cruces,
como la de las ocho beatitudes, la Tau o la cruz
patada,
pero la cruz de doble tramo siguió siendo
distintiva del Gran Maestre y altos dignatarios,
y de determinados edificios de la Orden.
Figuran también en la ermita cruces de Santiago:
Desaparecida la Orden del Temple,
el lugar pasó a depender de la Orden de Santiago,
de la encomienda de Montizón.
«En 1478, frey Francisco de Mata, freire de la
Orden de Santiago,
había la administración de la ermita
por mandado de don Jorge Manrique, Comendador de
Montiçón».
Ese mismo año Jorge Manrique y su esposa Guiomar
de Meneses
donaron un retablo de Santiago y San Jorge
y telas para ornamentar la ermita,
según consta en el Libro de Visitas.
Fue lugar predilecto de ambos,
que llevaban a él flores y ornamentos.
El retablo fue destruido en la Guerra Civil.
Se han ido perdiendo las dependencias monacales.
El Diccionario Geográfico de Madoz del siglo XIX
describe el santuario como
«iglesia de tres naves, con claustro,
casa de santero, habitación para la Justicia,
sacerdotes, mayordomos
y plaza de toros».
Hoy se conserva la casa del santero,
el anexo que fue placita de toros
y el claustro que rodea el edificio.
Se conserva también
una lápida de alabastro blanco de época templaria
grabada en su parte frontal y en los laterales
con unas raras letras que no se ha logrado
descifrar.
Estuvo empotrada a la derecha de la entrada
principal del templo.
Se ha trasladado, para protegerla, al interior
y se ha colocado junto a la puerta norte.
No se sabe a qué alfabeto pertenecen los signos
ni cual era el uso de la lápida.
En las vísperas del 8 de septiembre, acudían a la
vega
romeros llegados de todos los pueblos comarcanos.
Todavía existen multitud de caminos
que desde poblaciones limítrofes y desde
Andalucía
confluyen en el santuario.
Se dice que la Virgen ha hecho aquí muchos
milagros
y hay en la ermita muchos exvotos que los
recuerdan.
***
En el pueblo se halla la iglesia de la Virgen de
los Olmos.
Fue construida entre finales del siglo XV y
comienzos del XVI
partiendo de una pequeña capilla que ya existía
en 1243,
de la que se aprovechó el torreón del campanario,
que posiblemente fue primero una torre de
defensa,
ya que aún pueden verse sus saeteras.
En esta iglesia, el 15 de febrero de 1575, oyó
misa Teresa de Jesús,
de camino desde Malagón hacia Beas de Segura
para fundar otro de sus conventos.
Francisco de Quevedo tenía en ella lugar
preeminente para oír misa.
***
En las Relaciones Topográficas se decía
que no había en el pueblo ningún otro edificio
sobresaliente
porque la mayor parte son casas de labradores,
aunque se mencionaba la Casa de la Tercia
(hoy biblioteca pública),
donde se guardaba el pan de la Mesa Maestral.
Cerca se encuentra la Casa Museo Francisco de
Quevedo.
Fue la casa del poeta.
En ella despachó asuntos de Estado,
recibió a los personajes más influyentes de la
época,
como el mismo Felipe IV, que se alojóa quí el 13
de febrero de 1624.
En ella escribió.
***
Aquí, en esta villa de la que fue señor,
vivió Quevedo largas temporadas de retiro,
forzado o voluntario.
Aquí escribió algunas de sus obras.
A comienzos de siglo XVII llegó Quevedo a La
Torre.
De ese famoso lugar,
que es pepitoria del
mundo,
en donde pies y
cabezas
todo está revuelto y
junto,
salí, señor, a la hora
que ya el sol,
mascarón rubio,
de su caraza risueña
mostraba el primer
mendrugo.
Iba en Escoto, mi
jaca,
a quien tal nombre se
puso
porque se parece al
mismo
en lo sutil y lo
agudo...
(“Itinerario de Madrid a su Torre”)
La Junta de Reformación,
habiéndose propuesto combatir
los amacebamientos y otros escándalos,
investigó la vida de Quevedo,
que había convivido con una cómica llamada
Ledesma,
y concluía:
«Esta amistad, en cuanto a comunicación de
pecado,
está dejada, ahora que él vive de asiento en la
Torre de Juan Abad.
Tendrase cuidado en volviendo, con ver si
reinciden».
Desde La Torre, escribe don Francisco al rey:
«Preso en mi villa de Juan Abad.
Verá que mis caminos por el mundo
han sido más estudio que peregrinación,
y que me tienen en prisión y destierro
más lo desapacible de mi verdad que mis delitos».
Y, en otra ocasión, al Conde Duque:
«Aquí solo en La Torre.
Nunca me vi más acompañado que ahora que estoy
sin otro.
Puedo estar apartado, mas no ausente;
y en soledad, no solo.
El que sabe estar solo entre la gente, se sabe
solo acompañar».
Dos veces estuvo desterrado Quevedo en La Torre,
pero él transformó el destierro en refugio:
«Este cimenterio verde, este monumento bruto
me señalaron por cárcel; yo le tomé por estudio».
«Los jueces me han condenado a destierro de la
Corte;
yo a ellos a permanencia en la Corte y en la
cortedad».
«Aquí se vive uno para sí mismo todo el día,
y en Madrid ni para sí ni para otro».
Volverá a La Torre, ya por su voluntad.
Desde esta Sierra
Morena,
en donde huyendo del
siglo,
conventual de las
jaras,
entre peñascos habito.
Yo me salí de la Corte
a vivir en paz
conmigo:
que bastan treinta y
tres años
que para los otros
vivo.
Si me hallo,
preguntáis,
en este dulce retiro,
y es aquí donde me
hallo,
pues andaba allá
perdido.
Aquí me sobran los
días,
y los años fugitivos
parece que en estas
tierras
entretienen el camino.
No nos engaitan la
vida
cortesanos laberintos,
ni ambición ni
soberbia
tienen por acá
dominio.
Hállase bien la verdad
entre pardos
capotillos:
que doseles y brocados
son su mortaja en los
ricos.
Por acá Dios sólo es
grande,
porque todos nos
medimos
con lo que habemos de
ser,
y ansí todos somos
chicos.
Los taberneros de acá
no son nada
llovedizos,
y ansí hallarán antes
polvo
que humedades en el
vino.
El tiempo gasto en las
eras,
mirando rastrar los
trillos,
y, hecho hormiga, no
salgo
de entre montones de
trigo.
No hay aquí «Mas, ¿qué
dirán?»;
ni ha llegado a sus
vecinos
«Prometer y no
cumplir»,
ni el «Pero», ni «El
otro dijo».
Que para mí, que deseo
vivir en el adanismo,
en cueros y sin
engaños,
fuera de ese paraíso,
de plata son estas
breñas,
de brocado estos
pellicos,
ángeles estas
serranas,
ciudades estos ejidos...
(“Desde esta Sierra Morena”)
Escribe a don Alonso Portocarrero,
casado con la hija de don Alvaro de Zazán,
primer marqués de Santa Cruz:
«Yo me retiré a esta Torre para vacar a este
negocio del ocio,
y por gozar a mi gusto desta feliz ociosidad.
Pero no pude vivir oculto muchos días;
fui luego descubierto, aunque este pequeño rincón
del mundo
es ignorado de la antigua y nueva geografía.
Mi destino ha querido que él esté en alguna
reputación,
después que yo vivo en él,
y que haya perdido aquella dulce y tranquila
oscuridad
en que reposan las cosas desconocidas».
Se identifica crecientemente con su villa.
En La Torre pleitea para defender sus derechos,
cuida de su huerto, hace matanza...
Recibe en su casa a visitantes ilustres.
Acude a Infantes a charlar con sus amigos.
Fuma mucho
(quizás es Quevedo el primer fumador empedernido
que se conoce).
Sale a cazar con su espléndida colección de
armas,
de la que se siente orgulloso.
«Recojo en fruto lo que aquí derramo,
y derramaba allá lo que cogía».
«Los vicios escrudiñen los curiosos,
y viva yo ignorante e ignorado».
Su sobrino y heredero Pedro Alderete, contará de
su tío:
«Tenía una mesa con ruedas para estudiar en la
cama;
para el camino libros muy pequeños;
para mientras comía, mesa con dos tornos,
de lo cual son buenos testigos los mesmos
instrumentos
que están hoy en mi casa, en la villa de La Torre
de Juan Abad».
Y el abad italiano Pablo Antonio de Tarsia,
primer biógrafo de don Francisco,
que visitó la casa de éste poco después de su
muerte,
detallará:
«No solo no desperdició momento de tiempo,
antes le quitaba a las ocupaciones precisas, y
necesarias,
para emplearle en leer libros, y en hacerlos.
Sazonaba su comida, de ordinario muy parca,
con aplicación larga y costosa;
para cuyo efecto tenía un estante con dos tornos,
a modo de atril,
y en cada uno cabían cuatro libros, que ponía
abiertos,
y, sin más dificultad que menear el torno,
se acercaba el libro que quería,
alimentando a un tiempo el entendimiento y el
cuerpo…
Tenía una mesa larga que cogía el ancho de la
cama,
con cuatro ruedas en los pies, para llegársela
con facilidad,
despertando en la noche para estudiar,
y en ella muchos libros prevenidos,
y pedernal, y yesca para encender la luz…
Saliendo de la Torre de Juan Abad para ir a la
Corte, o a otra parte,
y en todos los viajes que se le ofrecieron,
llevaba un museo portátil,
de más de cien tomos de libros de letra menuda,
que cabían todos en una bisazas…
Fue tan aficionado a libros,
que apenas salía alguno, cuando luego le
compraba…
Juntó número de libros tan considerable,
que pasaba de cinco mil cuerpos…»
En 1643, tras pasar cuatro años preso en León,
sin llegar a ser juzgado,
Quevedo vuelve a Madrid. Pero ya escribe:
«Deseo desenredarme desta incomodidad alegre que
llaman Corte,
para respirar los aires de esa tierra».
Quevedo regresa por última vez a La Torre
envejecido y medio ciego, con la salud
quebrantada.
«Llegué a esta villa con más señales de difunto
que de vivo.
Mas, con la vecindad de Sierra Morena, que es muy
templada,
y la quietud y el regalo de la caza,
quedo hoy mucho mejor y más alentado…,
voy algo mejor cada día y me son medicina la
soledad y el ocio,
que me descansan de lo mucho que padecía en
Madrid».
En La Torre se repone un poco,
pero ya no saldrá del Campo de Montiel.
Retirado en la paz de
estos desiertos,
con pocos, pero doctos
libros juntos,
vivo en conversación
con los difuntos
y escucho con mis ojos
a los muertos.
Si no siempre
entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o
fecundan mis asuntos;
y en músicos callados
contrapuntos
al sueño de la vida
hablan despiertos.
Las grandes almas que
la muerte ausenta,
de injurias de los
años, vengadora,
libra, ¡oh gran don
Iosef!, docta la imprenta.
En fuga irrevocable
huye la hora;
pero aquélla el mejor
cálculo cuenta
que en la lección y
estudios nos mejora.
(“Desde La Torre”).
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