“La última enfermedad y feliz muerte del Rey Don Felipe II”
CÓMO VIVIÓ Y MURIÓ FELIPE II,
POR UN TESTIGO OCULAR
POR UN TESTIGO OCULAR
Fray José de Sigüenza
La última enfermedad y el
felicísimo tránsito de nuestro gran Fundador el Rey Don Felipe II, nuestro
Señor, está escrita, como cosa de tan ilustre ejemplo, largamente, con muchas y
muy pías consideraciones, con la verdad y entereza que se puede desear, por el
licenciado Cervera de la Torre, su Capellán.
Con esto quedaba yo bien excusado,
aunque soy testigo de vista, de tornar a repetir lo que está tan cabalmente
dicho. Mas ¿quién no me acusará de corto ni aun de ingrato? Y, sin duda,
quedaría cuanto se ha tratado hasta aquí como sin alma o sin vida, si callase
esta muerte. [...]
La recaída y calenturas
que le dieron al Rey el miércoles 22 de julio eran dobles, y tan importunas,
que se alcanzaban unas a otras. Esto sobrevenía a otros muchos ajes de atrás,
porque quiso Dios ejercitar en paciencia por largo tiempo a su siervo, y dejarnos
en él un ejemplo clarísimo de mil virtudes. [...]
La más prolija e
importuna dolencia que le afligió fué la gota (mal que dicen se hereda); duróle
más de catorce años, y los siete postreros (desde que le dejaron de sangrar con
el curso que antes) le derribó de suerte que nunca convaleció con firmeza, y le
fué forzado por la ternura de los pies traer siempre una cayadita en que
afirmarse. Causó este mal dolores agudísimos, porque aquella división que va
haciendo el humor corrompido en los artejos y coyunturas de las manos y pies,
partes sensibles por extremo, por ser de poca carne, todo nervios y huesos,
que, como se desencajan, atormentan despiadadamente. [...]
En los dos años y medio
antes de su fin, avivó Dios las brasas de su crisol; quiso que se emprendiese
en sus huesos una fiebre ética o habitual que le afligía continuamente,
consumiéndole las carnes, hasta que no le dejó sino el pellejo y los huesos, y
tan sin fuerzas, que de allí adelante sirvió de poco el báculo, pues le fué
forzoso andar en una silla y verse como llevar a enterrar cada día.
Juntóse con
esta ética una muy mala compañera, un principio de hidropesía, hinchándosele el
vientre, muslos y piernas, que bastara por sí solo este rabioso accidente a
descomponer el hombre más asentado del mundo, por la implacable sed que causa
en las entrañas, pasión que aflige más que todas cuantas nos acometen, y lo
peor es que con ninguna cosa cobra más fuerzas como con lo que más se apetece,
que es el agua, y así el tormento que padecía de sed y sequedad un Rey tan
delicado, criado en tanto regalo y concierto de vida. [...]
Quiso Dios que su siervo
se fuese asando poco a poco, porque cuanto fuese más largo el sufrimiento,
echasen los méritos más hondas las raíces. Y así pasó estos dos años y medio
con grandísimo martirio. [...]
Sobre todos estos males,
año y medio también antes de esta última enfermedad, para que ni se valiese de
pies ni manos, se le hicieron cuatro llagas en el dedo de en medio de la mano
derecha, y otras tres en el dedo índice de la misma mano, y otra en el dedo
pulgar del pie derecho, que de noche y de día le estaban atormentando, y
particularmente cuando se las curaban. Hiciéronsele éstas del humor superfluo
corrompido y encendido, que rompía por los lugares más flacos, y con el fuego que
traía consigo, que royendo las partes vecinas, donde se causaba un escocimiento
insufrible, manándole materia con tan agudos dolores que aun la sábana no podía
sufrir encima. [...]
Asado y consumido del
fuego maligno que le tenía ya en los huesos, arrojó en el muslo, encima un poco
de la rodilla derecha, una postema de calidad maligna, que fué creciendo y
madurando poco a poco con dolores muy grandes. [...]
Como no se pudo resolver
esta postema y vino a madurar, fué forzoso abrirla con hierro. [...]
Sacóle de
ella gran cantidad de materia, porque el muslo estaba hecho una bolsa de podre
que llegaba, poco menos, hasta el hueso.
Por ser tanta, no
contenta la naturaleza con la puerta que había hecho el arte y el hierro, abrió
ella otras dos bocas por donde expedía tanta cantidad que parecía milagro no
morir resuelto en ella un sujeto tan consumido. [...]
No pasó de una vez este
tormento, porque cada vez que le curaban, como era necesario traer la materia
de muy lejos, jeringaban y exprimían la llaga, para sacársela. Salían, entre
mañana y tarde, dos escudillas de podre, ocasión de gravísimos dolores.
De esta lastimera cura le
sobrevino a nuestro Rey otro trabajo grande, que aun para pensarlo es penoso.
Como estaba tan lastimado con esta herida y abertura, y con las bocas por donde
se descargaba la naturaleza, quedó tan dolorido y sensible que no era posible
menearse ni revolverse en la cama. Era forzoso estar de espaldas de noche y de
día, sin mudarse de un lado ni de otro. [...]
Así se convirtió aquella
cama real poco menos que en muladar podrido, y digo poco, porque no era sino
harto peor, de donde salían continuos olores malísimos. [...]
En cincuenta y tres días
que duró en esta enfermedad, padeció este tan incomportable trabajo; ni se le
pudo mudar la ropa que tenía debajo, ni menearle o levantarle un poco para
limpiarle los excrementos de la necesidad natural, y mucha parte de la materia
que le salía de las postemas y llagas tenían al sufridísimo Rey en una sentina
hedionda sepultado en vida. Y quien considerare el aseo, curiosidad y limpieza
que tuvo siempre en todas las cosas, que una raya en la pared, ni una mancha en
el suelo, ni polvo, ni telaraña, no sufría, y que podemos decir enseñó, no sólo
en su Palacio, mas aun en toda España, limpieza y buena compostura en todo, y
le viere ahora en tan asqueroso estado. [...]
Era esto en tanto
extremo, que siendo una vez forzoso levantarle un poco la pierna en alto para
que corriese la materia y limpiarle la que le corría por la corva abajo, sintió
tan excesivo dolor que dijo no podía sufrirlo en manera alguna. [...]
De estar echado de esta
manera, sin poderse rodear, se le vinieron a hacer llagas en las espaldas y en
los asientos, porque ni aun estas partes careciesen de su pena.
En otro fuera
efecto de consideración, y en este tan lastimado Príncipe, dechado de
sufrimiento, no se hizo caso, como ni de otras circunstancias que agravaban
excesivamente, dolores de cabeza, sed perpetua, malos olores, que con los
accidentes principales estaban olvidadas.
A los treinta días de su enfermedad,
de sólo haberle echado una ayuda de caldo de ave y azúcar, le sobrevinieron
unas cámaras pestilenciales; hizo más de cuarenta, tan delgado o tan corrompido
estaba el sujeto. Estas se fueron continuando hasta que le acabaron la vida, que,
para quien no se podía aliviar, ni mover, ni mudar de ropa, fué otra nueva
cruz.
No quedaba ya ni lugar ni parte donde sujetarse nuestros males, y porque
no faltase ocasión de merecimientos nuevos, unas veces padecía demasiado sueño,
y otras de no poder dormir, con unos pervigilios penosísimos. Causábase lo uno
y lo otro dentro de aquellos humores gruesos, pútridos, melancólicos, que
subían de todo el cuerpo al cerebro. [...]
Contra todos estos males
juntos peleaba el siervo de Dios, y ninguno fué poderoso a derribarle de su
gran entereza, y, lo que es más admirable, que en medio de tanta aflicción se
compadecía de los que le servían y asistían con él; teníales lástima por el
trabajo que les daba; decíales que se fuesen a dormir, a comer, a descansar y a
aliviarse un poco; y cuando les mandaba alguna cosa, con tanta modestia como si
no fuera Rey y Señor, rogándoselo. [...]
Determinó luego de hacer
una confesión general. [...] Dijo así: «Padre, vos estáis en lugar de Dios, y
protesto delante de su acatamiento que haré lo que dijeres que he menester para
mi salvación, y así por vos estará lo que yo no hiciere, porque estoy aparejado
para hacerlo todo». [...] Duró la confesión más de tres días. [...]
Antes de
que le diesen la Extremaunción, comulgó otra vez; con esto mitigaba la sed
grande que tenía de verse con Jesucristo. Esta descubría él muchas veces,
repitiendo las primeras palabras del salmo: Sicut
cervus desiderant fontes aquarum, ita desiderat anima mea ad te Deus.
Dos
días antes que le abriesen la pierna [...], mandó que le trajesen algunas de
las santas reliquias. [...]
Hízose así: el uno llevó
la rodilla entera con el hueso y pellejo del glorioso mártir San Sebastián. El
otro, una costilla del Obispo San Albano. [...] El tercero llevaba el brazo de
San Vicente Ferrer. [...] Y él, besándola con la boca y con los ojos, decía se
la aplicasen sobre la rodilla apostemada. [...] Sentía tanto alivio con la
presencia y tocamiento de las santas reliquias que de allí adelante, en el
discurso de toda la enfermedad, no hubo día que fray Martín de Villanueva, que
las tenía a cargo, no le compusiese delante de su presencia un altar con mucha
cantidad de reliquias; mandábale que se las trajese para besarlas y adorarlas,
y se las pusiesen en la parte lastimada. [...] Un día le compuso un gran
aparador de estos vasos del cielo; pieza por pieza, se las llevó todas, para
que las adorase y besase; entendió que ya no faltaba ninguna, y quería
tornarlas a su lugar y relicario, y díjole: «Mirad que la reliquia de tal Santo
se os olvida, que no me la habéis dado a besar»; admiróse fray Martín, porque
cuando las hubiera él compuesto y contado muy despacio, era mucho acordarse de
todas. [...]
***
Como en todo fué tan Rey
y de tan alto ánimo este Príncipe, parece que aun quiso reinar y enseñorearse
sobre la muerte.
Estábala aguardando y tratando de sus cosas con tanta igualdad
de ánimo, lo que a otros atemoriza, que dijera el que le viera no era él el que
estaba tan al cabo, sino negocio de otro. [...]
Muchos días antes que muriese
mandó a los religiosos que tenían la llave viesen en secreto el ataúd de su
padre, el gran Emperador Carlos V; le midiesen y abriesen para ver cómo estaba
amortajado, para que le pusiesen a él de la misma manera. [...]
Mandó en estos
mismos días hacer su ataúd, y que se le trajesen delante, y daba en todo la
traza y modo, como si fuera negocio para otro; seguridad grande del alma y
señal de la certeza con que partía para su propia patria.
Quiso también hiciesen una caja de plomo y le pusiesen en ella sin abrirle, y así encerrado no pudiese exhalarse algún mal olor. [...]
Quiso también hiciesen una caja de plomo y le pusiesen en ella sin abrirle, y así encerrado no pudiese exhalarse algún mal olor. [...]
Tornándole a dar D.
Fernando de Toledo la candela de Nuestra Señora de Monserrat, a las tres de la
mañana, alzó el Rey los ojos y le miró riéndosele, y tomándosela de la mano,
dijo: «Dadla acá, que ya es hora». [...]
Las últimas palabras que
pronunció y con que partió de este mundo, fué decir como pudo que moría como
católico en la Fe y obediencia de la Santa Iglesia Romana; y besando mil veces
su crucifijo (teníale en la una mano, y en la otra la candela, y delante la
reliquia de San Albano, por la indulgencia), se fué acabando poco a poco. [...]
Durmió en el Señor el
gran Felipe II, hijo del Emperador Carlos V, en la misma Casa y templo de San
Lorenzo que había edificado, y casi encima de su misma sepultura,
a las cinco de la mañana, cuando el alba rompía por el Oriente, trayendo el sol la luz del domingo, [...] a 13 de septiembre, el año 1598.
a las cinco de la mañana, cuando el alba rompía por el Oriente, trayendo el sol la luz del domingo, [...] a 13 de septiembre, el año 1598.
En el mismo día que catorce
años antes había puesto la postrera piedra de todo el cuadro y fábrica de esta
Casa (circunstancias de consideración).
No hay comentarios:
Publicar un comentario