Frente al cerro de Alarcos, un puente cruza el
río.
Antes por aquí el Guadiana bajaba caudaloso.
Ahora es poco más que una sucesión de charcos.
En sus riberas pastan las ovejas y las vacas,
haciendo sonar sus esquilas.
Junto al puente, unas casas en ruinas,
con los tejados hundidos.
Un camino de tierra lleva a Valverde.
A las afueras del pueblo hay un balneario.
Un balneario, enfrente del castillo de Alarcos,
a pocos metros del campo de la muerte.
Un buen lugar para pasear por la noche
por estos campos casi deshabitados,
para acercarse por la noche a la ciudad maldita.
Hay caminillos que conducen a ninguna parte.
Caminillos que atraviesan en todas direcciones
esta especie de tierra de nadie.
Sendas que atraviesan
estas extensas praderas cubiertas de flores.
Muchísimas flores de muchos colores.
Muchísimas mariposas.
En estas praderas parece haberse concentrado
toda,
toda la primavera.
Una exuberante explosión de primavera
que actúa como un vino,
produciendo una intensa sensación de euforia,
una borrachera de luz y colores,
un estallido de alegría.
Entre las flores bailan los seres primordiales.
Quizá es la antigua sangre derramada hace siglos
la que, todavía hoy,
sigue provocando esta ebullición.
Esa sangre que, derramada en la lucha,
ha hecho que aquellos hombres no murieran del
todo
sino que están aquí,
convertidos en luz, convertidos en viento,
reacios a abandonar del todo
los campos por los que pelearon.
Hay viejos acueductos, restos de molinos de agua...
Cerca de Valverde, la torre de Galiana.
Más allá, Benavente.
***
En Benavente hubo una vez un castillo
que fue de los calatravos.
Hoy del mismo sólo quedan unas pocas piedras,
a la entrada del antiguo poblado de Benavente,
ahora deshabitado.
Los muros del castillo ya no existen,
son muros fantasmales
como los habitantes de estas tierras
que recorren las calles desiertas
de la aldea abandonada.
Algún pastor guarda a sus animales
en alguno de estos corrales medio desmoronados.
Se oyen ladridos de perros.
El tiempo ha hecho aquí su labor a conciencia.
Destruyó la pequeña fortaleza.
Destruyó el pueblo.
Eliminó de aquí al ser humano.
Ésta es otra ciudad que no ha cuajado.
Como Alarcos.
Ésta parece ser una tierra
de la que huyen los hombres.
Una tierra por la que vagan viejos espectros
de los que ya nadie se acuerda.
Oscuros campesinos, fieros guerreros.
Hombres que recorrieron estos campos a pie y a
caballo.
Durante unos años el destino se jugó en esta
estepa.
Hasta aquí vinieron a pelear
hombres de remotas tierras.
Exaltados almohades
atravesaron una lejana franja de mar,
cabalgaron cientos de kilómetros por tierras
desconocidas
para venir a luchar y a morir
a esta llanura en la que ahora no pasa nada.
Duros castellanos
de las misteriosas montañas burgalesas
acudieron a la llamada real
para defender estos llanos en los que hoy no vive
nadie.
Estos llanos regados por un río mágico.
Aquí hoy no pasa nada, no vive nadie,
pero durante un tiempo esto fue
la frontera entre dos mundos.
Junto a este agua extraña que aparece y
desaparece,
frente a este horizonte monótono y descolorido,
se derramó mucha sangre
de hombres venidos de muy lejos para eso,
para derramar sangre, la ajena, la propia,
para empapar con ella una tierra que no conocían
y así decidir el futuro.
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