A 19 kilómetros de Ciudad Real hacia Puertollano
se encuentra el Monte Nogales.
En lo alto del mismo,
un castillo que se ve desde lejos.
Caracuel.
A los pies del cerro,
un pequeño pueblo del mismo nombre.
Caracuel.
El nombre deriva del usado por los árabes,
que a su vez procedía de los romanos,
que a su vez lo tomaron de un vocablo indígena;
es uno de los topónimos más antiguos de la
región.
Paso y fin de jornada en el Camino Real
de Castilla a Andalucía,
Cervantes, que frecuentaba esa ruta,
lo mencionó en El Quijote,
en el Capítulo XLVII,
“Donde se prosigue
cómo se portaba Sancho Panza en su gobierno”:
El médico que controla la comida de Sancho
gobernador
se presenta a éste:
«Yo, señor gobernador,
me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero,
y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera,
que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo».
El cerro fue habitado
desde las más primitivas culturas,
así como el monte vecino,
donde se observa el relieve de un recinto murado.
Hay en la zona restos de todos los tiempos.
En el sitio nombrado Los Villares,
en la finca Baraca,
existe un poblado ibérico.
A un kilómetro del pueblo,
se halla la laguna de Caracuel,
humedal situado junto a la sierra,
en una depresión fruto de una erupción volcánica.
Caracuel aparece citado en el Itinerario Antonino
como mansión de la vía de Mérida a Zaragoza
con el nombre de Carcuvium.
Fue punto de cruce entre las calzadas
de Toledo a Córdoba y de Extremadura a Levante
durante las épocas visigoda y musulmana
y después de la Reconquista.
El uso de estos itinerarios continuó
hasta finales del siglo XVIII, en el primer caso,
fecha en que se desvió su tránsito
por el paso de Despeñaperros,
y en el segundo hasta la construcción de
carreteras
con distinto trazado
en el siglo XX.
El castillo durante muchos años fue
alternativamente
plaza mora y cristiana:
Construido por los musulmanes
sobre un castro prerromano,
en 1085, con la toma de Toledo por Alfonso VI,
Caracuel quedó incluido en el reino toledano,
pero poco después debió ser recuperado por los
árabes,
pues en 1091 formó parte de la dote de la mora
Zaida
en su boda con el rey castellano,
pero los cristianos lo volvieron a perder,
porque en 1130 Alfonso VII lo reconquistaba.
Se perdió nuevamente,
pues en 1147, con la conquista de Calatrava,
Castilla recobraba de nuevo Caracuel.
Para perderlo una vez más en 1156,
con la invasión almohade.
En 1170 Alfonso VIII lo ocupó a la vez que
Alarcos
y ese año se fundó la encomienda calatrava de
Caracuel,
una de las más antiguas del Campo de Calatrava,
junto con las de Benavente y Las Guadalerzas.
En 1195 se perdió otra vez,
como consecuencia de la derrota cristiana de
Alarcos.
Se reconquistó definitivamente
durante la expedición de las Navas de Tolosa en
1212.
Cerca del castillo, la encomienda
tuvo un gran corral de vacas.
Allí empezó a formarse un nuevo poblado,
Corral de Calatrava.
En 1551 el Capítulo General de la Orden
cambió la denominación de la encomienda
por la de Corral de Caracuel,
debido al crecimiento de Corral,
más favorable para la labor agrícola
por su ubicación en llano
y su abundancia de agua, pues, cerca,
el río Jabalón, que ha nacido en Montiel,
desemboca en el Guadiana.
En las Relaciones Topográficas de 1575
se recoge el malestar de los habitantes de
Caracuel
por su supeditación a Corral.
En el siglo XVII, sin embargo,
la disminución de la población de Caracuel
era menor que la de otros pueblos del Campo de
Calatrava,
debido a que su principal medio de vida,
el tránsito viajero, se mantenía.
En el siglo XIX, la nueva división administrativa
incluyó Caracuel
en el término municipal de Corral de Calatrava.
***
Hoy Caracuel es un minúsculo poblado
de unos 150 habitantes.
Parece un pueblo desierto.
Hay varios bares, cerrados;
quizás definitivamente cerrados,
con puertas polvorientas, cristales rotos,
letreros viejos.
No hay tiendas.
El pueblo es sólo un grupo de casitas,
pintadas de blanco, albero y añil.
Un consultorio de la Seguridad Social.
Un parquecito infantil sin niños.
En la calle principal (la antigua carretera),
a un lado, el ayuntamiento, con la bandera
española;
al otro, el letrero de la farmacia,
una farmacia sin escaparate y con la puerta
cerrada.
Se oye el obstinado ladrido de perros ocultos.
Las calles están vacías.
Son tan pocas que se recorren pronto.
Me cruzo sólo con una señora,
que me saluda y me observa con curiosidad.
De un portal sale un hombre
con una escopeta y tres orgullosos galgos;
un hombre como de otro tiempo, con una gran
barba.
A mediodía un taxista se encarga de devolver al
pueblo
a unos pocos niños,
que han de desplazarse para cursar estudios.
El tráfico ya no pasa por aquí.
¿Dónde están los restos de un pasado mejor?
Un escudo en una casa.
El escudo de la que fue casa de Garcilaso.
Pero la casa es actual y pobre, una casa
corriente,
próxima al ayuntamiento.
Sólo el escudo ha sobrevivido.
A las afueras del pueblo
se halla la iglesia de la Asunción,
de estilo cisterciense,
al lado del cementerio
y en la ladera del monte donde se enclava el castillo.
***
Se accede a la fortaleza por un camino
que sale por detrás de la ermita del Santo
Cristo.
Unos toscos escalones de piedra
conducen a lo alto del monte.
Entre rocas y arbustos un sendero casi
inexistente
lleva a las ruinas.
El castillo se encuentra en estado de ruina,
abandonado, sumido en un proceso
de progresivo deterioro y hundimiento;
incluido en la Lista Roja de Patrimonio en
Peligro
de la asociación Hispania Nostra.
Las fiestas patronales discurren
del 2 al 5 de febrero, en honor a San Blas.
El día 5 se celebra el “día del castillo”:
todos los vecinos
suben a la fortaleza para pasar el día.
Me pregunto quién subirá,
puesto que el pueblo parece casi deshabitado.
En los alrededores,
rebaños, olivos, cereal.
Jarales, brezos, madroños y genistas.
Cañadas, vías pecuarias, escondidas veredas.
Veredas poco recorridas,
porque están cubiertas de hierba.
***
La niebla oculta el castillo.
Camino por el senderillo que asciende
como si caminase sobre la nada.
Como si el mundo hubiera desaparecido.
La hierba está empapada.
La niebla oculta el castillo.
Subo sin verlo.
De pronto aparece la torre,
cuando ya estoy junto a ella.
El castillo, así,
surgiendo de repente de la niebla, impresiona.
Una gran torre envuelta en la nada.
Como la mole de un trasatlántico que avanza.
Ésa es mi primera sensación:
que la torre pentagonal,
con algo de proa de barco, de buque fantasmal,
avanza hacia mí.
No tiene color,
ni se distinguen las piedras que la componen,
es sólo una sombra enorme emergiendo de la
niebla.
El interior es una gran explanada
de hierba mojada sobre el abismo blanco.
Llego hasta el borde.
Me asomo al mar blanco, silencioso e inmóvil.
Desde arriba no se ve más que un abismo vacío.
***
Luego continúo por el camino que no sé a dónde
lleva.
Es un camino misterioso
que puede conducirme a un lugar encantado.
En medio de esta niebla intraspasable,
todo parece posible.
La niebla me aísla del mundo:
Nadie puede verme,
del mismo modo que yo no alcanzo a divisar
nada que esté más allá de un metro a mi
alrededor.
Así, puede ser
que haya transportada a otro lugar, a otro
tiempo.
El camino serpentea entre la nada.
De esa nada podría surgir de repente
un caballero de capa blanca y rostro curtido,
cabalgando de vuelta a su morada.
La niebla me ha penetrado el corazón,
convirtiéndome en habitante del castillo,
integrándome para siempre en este paisaje
antiguo y olvidado.
Rocas volcánicas.
En las plantas, cristales de hielo.
El camino se va internando en el bosque.
Las ramas de los árboles emergen de la densa
blancura.
Un bosque mágico.
De tarde en tarde oigo el sonido de una esquila,
pero no llego a ver el rebaño.
En mitad del camino, inesperadamente,
una solitaria cigüeña, que alza el vuelo a mi
paso.
Mientras emprendo el regreso hacia el pueblo,
la niebla empieza a abrir claros
por los que se cuela la realidad.
Junto al sendero
que recorre la ladera del cerro del castillo,
pasta un gran rebaño de ovejas.
Las cuida un enorme perro blanco.
Cuando me acerco empieza a ladrar.
Desciende de la ladera y se me aproxima.
No demasiado. Lo suficiente
para que sus fuertes ladridos amedrenten.
Yo prosigo por el camino y él continúa ladrando.
Largo rato.
Me giro un par de veces y lo veo inmóvil,
siguiéndome a distancia con la vista.
Un enorme perro blanco
que finalmente desaparece difuminado por la
niebla.
No he visto al pastor.
Sólo ese gran perro,
que parece haber bajado del fantasmagórico
castillo,
que parece haber regresado de aquel siglo
en el que este cerro abandonado
era morada de altivos monjes guerreros.
***
De nuevo en el pueblo, hablo con un hombre.
Me cuenta que su mujer ha muerto
y que todos los días va a verla al cementerio.
Me dice:
“Tengo una enfermedad: la soledad”.
Me cuenta que hace años
alguien creyó detectar en el suelo del castillo
la presencia de metal,
y hubo una avalancha de buscadores
que destrozaron la fortaleza,
hasta que el ayuntamiento tuvo que intervenir.
«Pero – me dice, melancólico - éste siempre ha
sido
un pueblo insignificante;
aquí nunca ha pasado nada
ni ha vivido nadie importante».
Se equivoca.
Pero el tiempo ha borrado la memoria.
Garcilaso.
¿Qué podía hacer Garcilaso de la Vega
en esta casita a los pies del castillo calatravo?
¿Qué podía hacer el joven Garcilaso
por estas soledades,
sustituido su Tajo de origen por el manso Guadiana?
Un pueblo minúsculo,
unas pocas casitas a los pies
de los restos de un castillo.
Un lugar por el que ya no pasa el tráfico...
Estupenda narración de viaje, sencillamente fabulosa. Tengo pendiente esta excursión, por lo que fue y se resiste a dejar de ser, Castillo de Caracuel. Da gusto leer relatos de gente que mira al pasado en sus viajes e intenta rescatarlo y si son de mi tierra natal más aún. Saludos de un puertollanero.
ResponderEliminarGracias, Javi. Las tierras de Puertollano, como las del resto de Ciudad Real, tienen un intenso atractivo, y son grandes desconocidas. Hay paisajes magníficos y, sobre todo, mucha Historia. Castillos que se desmoronan, personajes que se olvidan... Vale la pena recorrerlas despacio. Hay mucho que ver y mucho que recuperar.
EliminarSeguro que te gustará Caracuel. Un abrazo.