“Yo busco de los siglos las ya borradas huellas
y sé de esos imperios de que ni el nombre queda”.
Veruela. El monasterio batido por el cierzo,
el viento del Moncayo
cuyo solo nombre atemoriza.
Por esta llanura anduvo Bécquer
buscando espectros que le hablaran del pasado,
espectros que le contaran historias
de triunfos y derrotas,
de conquistas y pérdidas,
de logros y fracasos.
Historias de ciudades construidas
y desmoronadas.
Historias de hombres enterrados
y dioses olvidados.
Aquí vino Bécquer buscando.
Aquí vino Bécquer
a desafiar a ese viento que enloquece,
ese viento que atemoriza,
ese viento que es como la voz de un dios antiguo
que reclama su sitio.
Aquí vino Bécquer,
a este gran campo de batalla,
a este territorio que es como una gran grieta
por la que vislumbrar el pasado.
Bécquer paseó por estas tierras
empapadas en la sangre más antigua,
escuchó nombres cuya pronunciación nadie recuerda,
a su encuentro salieron los fantasmas
de guerreros terriblemente mutilados
en combates atroces,
guerreros que supieron que no había clemencia posible,
que la única elección
era la libertad o la muerte.
Murieron
pero el viento conservó su espíritu,
el viento conservó su fiereza,
su rabia.
Por eso
es un viento que enloquece.
Porque lleva consigo los gritos de aquellos guerreros
que se negaron a rendirse
cuando tenían la batalla perdida.
Es un viento cargado de espíritus,
cargado de sangre.
De sangre que manó de heridas que no dolían
porque era más la furia que el dolor.
Aquí Bécquer escuchó ese viento, esos gritos,
escuchó el entrechocar de las espadas
surgidas de la entraña del monte de los dioses,
espadas sagradas.
Recorrió, bajo la luz de la luna,
las sendas ancestrales,
las sendas abiertas por los primeros pobladores,
caminó por las sendas antiquísimas
escuchando historias
de los seres que vinieron a su encuentro
empujados por el viento de los dioses.
Con el corazón sobrecogido, regresaba al cenobio,
atravesaba el claustro
pisando con cuidado
temiendo que el sonido removiera las lápidas
e hiciera levantar a los muertos.
A la leve luz de una vela
contemplaba los rostros de los monstruos de piedra,
las muecas de las gárgolas,
los dragones acurrucados en los capiteles,
endriagos retorcidos trepando por las blancas columnas,
demonios asomados a los arcos,
bestias ocultas en la pétrea hojarasca,
miradas imposibles acechando en las sombras.
Atravesaba el claustro
para ir a refugiarse en su celda
acosado por presencias invisibles
que habían bajado del monte sagrado
para contarle historias olvidadas
de sangre y de violencia.