Eran tiempos oscuros.
Los visigodos aún luchaban
por controlar Hispania.
Los soldados
eligieron rey por aclamación a Gesaleico,
hijo ilegítimo
que se convertía en el undécimo de los monarcas godos
de la península.
Fue Gesaleico quien fundó el monasterio.
Uno de los primeros cenobios de Hispania.
En el Pirineo,
en el valle de Benasque,
oculto entre montañas,
casi incomunicado,
inaccesible.
Allí se instalaron los monjes
llevados por el rey.
Monjes rudos como los guerreros
que, en escueta ceremonia de espadas,
entronizaron al hijo bastardo.
No construyeron un gran edificio
sino sencillas casas agrupadas
pero aquel agreste y recóndito enclave
fue desde el principio frecuentado
por nobles y monarcas.
Allí se sentían bien, seguros, resguardados,
allí compaginaban rezos y cacerías,
oración y descanso.
Este lugar, hoy olvidado,
fue importante en los tiempos oscuros.
Su abad se convirtió en señor
que en la corte se reunía con los caballeros
y gobernaba las tierras del valle
y sus aldeas.
Llegó la invasión árabe.
Cuando los musulmanes se aproximaron a Zaragoza
su obispo, Bencio, recogió las reliquias de la diócesis
y marchó a Ribagorza.
Gobernaba allí el conde Armentario.
El obispo le pidió asilo
y Armentario lo acomodó en el monasterio
de San Pedro de Tabernas,
donde lo acogió el abad Donato.
Allí, entre las montañas,
se refugiaron con Bencio otros siete prelados,
cada uno con las reliquias de sus iglesias.
Allí, igual que en Covadonga,
Armentario, último conde godo,
rodeado por aquella corte de obispos,
comenzó a organizar la resistencia.
Desde allí Armentario envió a Bencio
al otro lado de los Pirineos
para pedir ayuda al rey de los francos.
Hoy el monasterio está en ruinas,
su archivo se ha perdido,
su memoria se borra,
la leyenda se extingue,
el mito se olvida,
la magia se disuelve.
Aquí hubo una vez un monasterio
frecuentado por los reyes godos.
Aquí hubo una vez un monasterio
en el que se fraguó la resistencia.