Éste es el reino de las hadas.
Un palacio de sol.
Un palacio construido por seres diminutos
con ladrillos de luz.
Penetro por la puerta de oro
y camino bajo un techo de hojas.
Hojas que suenan en el viento
como una música.
Alfombra de hojas.
Y entre los troncos blancos, columnas hacia el cielo,
están ellas, transparentes, risueñas,
escondidas,
bailando.
Se ríen; bailan; juegan;
resbalan por el viento
como por un tobogán inacabable.
Se columpian en las ramas de los chopos;
juegan al escondite entre las flores.
Las hadas.
He andado un largo camino para verlas.
Un camino difícil, estrecho, abrupto.
Hasta llegar a este reino escondido
donde viven las hadas.
En la fuente recóndita se bañan.
Son bromistas, gamberras,
chapotean en los charcos ocultos,
se enredan entre risas en el musgo.
No es fácil verlas:
Se confunden con la luz, con el viento,
con el polen que flota en el aire,
con el vuelo de minúsculos insectos.
No las verás si ellas no quieren que las veas.
Hoy yo he podido verlas.
Saben que soy su amiga.
Saben que he hecho un largo camino para llegar aquí,
para conocerlas.
Por eso, me saludan,
se muestran, alegres, livianas, atrevidas.
Cabalgan a mi alrededor
sobre pequeñas libélulas,
me integran en su júbilo.
Río, danzo con ellas,
participo en su fiesta, en su borrachera,
nos bañamos juntas en la luz.
Cuando regrese, nadie me creerá.
Si digo que he bailado con hadas
nadie va a creerme.
Pero yo he estado aquí, con ellas.
No diré dónde viven, para que nadie venga
a pisotear sus nidos,
a profanar sus ritos.
Adiós, hadas. Tengo que marcharme
pero me llevo vuestra risa.
Me llevo la música de vuestras alas
para que me conforte
cuando vuelva la angustia.