Es una de las tres aldeas de Santo Domingo de
Silos,
ubicada a más de mil metros de altitud,
frente a los cortados calizos de las Peñas de
Cervera,
al lado del paso de La Yecla,
en los Sabinares del Arlanza
(uno de los más extensos y más antiguos sabinares
de Europa).
Era punto intermedio en el camino entre el
Monasterio de Silos
y el castillo o torre, hoy desaparecido, de
Huerta de Rey.
Fue posesión del Cid, quien hacia 1070 la donó a
Silos.
Allí podríamos imaginar el episodio que relató
Rubén Darío...
***
Cuenta
Barbey, en versos que valen bien su prosa,
una
hazaña del Cid, fresca como una rosa,
pura
como una perla. No se oyen en la hazaña
resonar
en el viento las trompetas de España,
ni el
azorado moro las tiendas abandona
al ver
al sol el alma de acero de Tizona.
Babieca,
descansando del huracán guerrero,
tranquilo
pace, mientras el bravo caballero
sale a
gozar del aire de la estación florida.
Ríe la
primavera, y el vuelo de la vida
abre
lirios y sueños en el jardín del mundo.
Rodrigo
de Vivar pasa, meditabundo,
por una
senda en donde, bajo el sol glorioso,
tendiéndole
la mano, le detiene un leproso.
Frente a
frente, el soberbio príncipe del estrago
y la
victoria, joven, bello como Santiago,
y el
horror animado, la viviente carroña
que infecta
los suburbios de hedor y de ponzoña.
Y al Cid
tiende la mano el siniestro mendigo,
y su
escarcela busca y no encuentra Rodrigo.
—¡Oh,
Cid, una limosna!— dice el precito.
—Hermano,
¡te
ofrezco la desnuda limosna de mi mano!—
dice el
Cid; y, quitando su férreo guante, extiende
la
diestra al miserable, que llora y que comprende.
Tal es
el sucedido que el Condestable escancia
como un
vino precioso en su copa de Francia.
Yo
agregaré este sorbo de licor castellano:
Cuando
su guantelete hubo vuelto a la mano
el Cid
siguió su rumbo por la primaveral
senda.
Un pájaro daba su nota de cristal
en un
árbol. El cielo profundo desleía
un
perfume de gracia en la gloria del día.
Las
ermitas lanzaban en el aire sonoro
su
melodiosa lluvia de tórtolas de oro;
el alma
de las flores iba por los caminos
a unirse
a la piadosa voz de los peregrinos,
y el
gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho,
iba cual
si llevase una estrella en su pecho.
Cuando
de la campiña, aromada de esencia
sutil,
salió una niña vestida de inocencia,
una niña
que fuera una mujer, de franca
y
angélica pupila, y muy dulce y muy blanca.
Una niña
que fuera un hada o que surgiera
encarnación
de la divina primavera.
Y fue al
Cid y le dijo:
—Alma de
amor y fuego,
por
Jimena y por Dios un regalo te entrego,
esta
rosa naciente y este fresco laurel—.
Y el Cid
sobre su yelmo las frescas hojas siente,
en su
guante de hierro hay una flor naciente
y en lo
íntimo del alma como un dulzor de miel.
Rubén Darío
Ilustraciones: JUSTO JIMENO
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